Las plantas de papel, el río y las normas

Por Daniel A. Sabsay

La situación planteada por la instalación de dos plantas productoras de papel en la margen uruguaya del río Uruguay ha generado un conflicto entre los dos países ribereños cuya solución parecería estancarse a medida que el enfrentamiento se agrava. Ello a pesar del marco jurídico regulatorio en el que resulta preponderante el tratado celebrado entre la Argentina y Uruguay en 1975, conocido como Estatuto del Río Uruguay, con la finalidad de regular en forma conjunta, entre otros asuntos, las cuestiones ambientales derivadas de los usos y actividades que se desarrollen en la cuenca de este curso de agua. Allí se prevén los «mecanismos necesarios para el óptimo y racional aprovechamiento del río Uruguay y en estricta observancia de los derechos y obligaciones emergentes de los tratados y demás compromisos internacionales y vigentes para cualquiera de las partes» (art. 1 del tratado).
La protección ambiental está muy presente en el estatuto. Para lograrla, existe un exhaustivo conjunto de normas, que exige la consulta al país vecino toda vez que el otro planee llevar a cabo un emprendimiento susceptible de dañar alguno de los objetivos del tratado, entre ellos el medio ambiente. También contiene un capítulo sobre responsabilidad por daños, la creación de la Comisión del Río Uruguay (CARU), que debe reunirse periódicamente a efectos de hacer una suerte de monitoreo del cumplimiento del tratado y de examinar las actividades en cada una de las márgenes proponiendo soluciones concertadas.
Ante el surgimiento de conflictos como el de las plantas papeleras, se contempla un procedimiento conciliatorio. Por último, de no lograrse una solución, el Estado afectado puede recurrir ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) para someterle la solución de la controversia.
Este esquema, que hemos recorrido a vista de pájaro, no ha sido observado por ninguno de los dos Estados. El Uruguay lo ha incumplido de manera manifiesta, ya que ha tomado la decisión de instalar las plantas sin observar ninguna de las exigencias que el tratado prevé en relación con su Estado vecino. Lo que ha suscitado presentaciones de fiscales del Uruguay ante la Justicia. La Argentina tampoco ha exigido el cumplimiento del tratado durante la gestación del proyecto.
En la actualidad -y sin que la comisión ad hoc que se ha creado para el tratamiento de la cuestión en el seno de las dos cancillerías haya obtenido resultado alguno- demora de manera injustificada el acceso a la jurisdicción internacional. El gobierno nacional ha dejado que la provincia de Entre Ríos recurriera a otras vías internacionales que, si bien pueden ser útiles -lo que hasta el momento no ha sucedido-, importan una suerte de distracción frente a la ausencia de una demanda nacional ante la CIJ, jurisdicción internacional prevista en el tratado a la que sólo tienen acceso los Estados nacionales.
Tampoco se han tenido en cuenta las disposiciones de otros acuerdos internacionales de los que la Argentina y Uruguay son parte, como el acuerdo marco sobre medio ambiente del Mercosur, el Convenio de Basilea para el control de los movimientos transfronterizos de desechos peligrosos y su eliminación, y el Convenio sobre Cursos de Agua transfronterizos.
Coincidimos con Luis Castelli, quien, en un artículo reciente publicado en este medio, expresó que para el tratamiento de estas cuestiones no se cuenta con un esquema normativo para la toma de decisiones concertadas. Claro que el existente, que marca lineamientos en ese sentido, no se cumple. No se ha llevado a cabo el proceso de evaluación del impacto ambiental de las características previstas en las legislaciones de los dos países. Se han realizado estudios de impacto sospechados de falta de imparcialidad, incompletos y carentes del espacio para la participación pública que procesos de esta naturaleza deben observar. Tampoco se ha dado acceso a la información ambiental, derecho fundamental reconocido en la normativa argentina y uruguaya.
Una vez más, un problema ambiental toma dimensión nacional gracias a la movilización de la gente, como una repetición de lo acontecido con el oro de Esquel y con el reactor nuclear para Australia, entre otros acontecimientos similares. Sólo la presión popular permite que estas cuestiones se difundan y se mantengan en la agenda pública.
A los interrogantes que plantea la actitud de nuestro gobierno se suma ahora la poco feliz reacción del Presidente, quien, con la intención de descomprimir la situación de tensión con el vecino país, expresó que sólo se estaba frente a un problema ambiental, cual si se tratara de un tema menor. La espontánea actitud, más allá de su objetivo pacificador, es demostrativa de la escasa relevancia que posee la temática en la agenda pública. Acorde con la escasísima atención que le ha prestado el Ministerio de Salud y Medio Ambiente, responsable natural de la cuestión. La enérgica reacción del gobernador Busti también encuentra su razón de ser en el reclamo popular. No olvidemos que poco antes de que estallara el conflicto, él fue autor de un decreto que levantó la emergencia en materia de desmontes, luego anulado por la Justicia a instancias de la Red Ecologista del Paraná, valiosa organización entrerriana.
Frente a este estado de cosas, cabe preguntarse sobre la legalidad de los procedimientos que se emplean para la protesta, cortes de puentes internacionales, demora aduanera de camiones que transportan materiales para la construcción de las plantas, a los que se agregan las acciones desplegadas por Greenpeace, que inclusive ha operado en suelo uruguayo en el lugar donde se están levantando las plantas.
Sin lugar a duda, estas manifestaciones afectan el ejercicio de otros derechos: la libertad de tránsito, la de empresa, entre otros. Su realización se inspira en la defensa de derechos colectivos cuya afectación también podría perjudicar a los titulares de los derechos individuales, a los que hemos hecho alusión en primer término. Desde un punto de vista estrictamente legal, se trata de acciones que no tienen base jurídica que las sustente. Sin embargo, surgen como una reacción frente al no cumplimiento de las normas por parte de los más obligados a ello, las autoridades. Y nos referimos nada menos que a compromisos internacionales.
Se inscriben igualmente en el marco de una dinámica en la que las reivindicaciones de los diferentes sectores parecieran ser satisfechas por la autoridad, únicamente como resultado de protestas que, en función de su vigor, lograrán o no la obtención de sus objetivos. Es decir, que la gestión de los conflictos no parece ser la resultante de un derrotero definido en políticas públicas, acordes con el derecho vigente y capaces de anticiparse al acaecimiento de los hechos o hábiles para contenerlos, sino de la mera gestión de la coyuntura, a fin de enfrentar las protestas, muchas veces, también contrarias al orden jurídico.
El Estado de Derecho es un régimen político que apunta, por medio de normas, a amparar a la comunidad con la previsibilidad y la seguridad jurídica. Ello sólo funciona cuando gobernantes y gobernados se ajustan al imperio de la ley; de lo contrario, el escenario es la anarquía y la confrontación. Esperemos que predomine la razón y, con el auxilio de las normas, se logre una solución concertada y justa.

Daniel A. Sabsay

El autor es profesor de Derecho Constitucional (UBA) y director ejecutivo de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN).

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 25 de enero de 2006.

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