Por Víctor Hugo Fux.- Aquel 20 de junio de 1975, la voz de Alberto Rigoni sonó entrecortada. El teléfono de Radio Rafaela, en el atardecer de un feriado con una variada actividad deportiva, había sonado, como tantas otras veces en un puñado de minutos.
La información, que «Beto» se había comprometido a brindar desde la ciudad de Santa Fe, tuvo un contenido diferente al esperado. Junto a Leonelo Bellezze, conductor de «Deportes en Relieve», aguardábamos, como ocurría habitualmente en los momentos previos al comienzo de un programa que fue un «clásico» de la radiofonía local, que se fuesen sucediendo los contactos telefónicos. El método más ágil y efectivo, por entonces, para transmitir las últimas noticias a la audiencia.
Entre incrédulo y conmocionado por la información recibida, tuve que asumir la realidad. Leonelo y su experiencia, le pusieron un manto de tranquilidad a la impotencia. Por supuesto que dejé escapar lágrimas por la irreparable pérdida de un deportista que idolatraba.
René Fernando Heidegger, a los 32 años, dejaba esta vida terrenal y empezaba a convertirse en leyenda. Hoy, a treinta años de distancia y con prácticamente 35 en la actividad, creo no equivocarme si afirmo que, la desaparición del «Petiso» fue uno de los golpes más duros que debí soportar.
Aún, sin haber sido testigo de su última carrera. Esa que él quería ganar más que ninguna otra. Porque, cada vez que salía a una pista a desplegar su enorme talento y su inigualable coraje, asumía el gran desafío de volver a ser el mejor. Aunque ya hubiese conseguido, entre series y finales, más de mil triunfos en un historial fantástico.
Heidegger se impuso el día que debutó, a los 15 años. Y después, lo incorporó como una saludable costumbre. Venció en todos los óvalos que visitó por entonces el motociclismo.
Era un verdadero artista del derrape controlado. Incomparable. «El mejor de todos», como una vez lo definió otro grande de verdad, Jorge Juan Ternengo.
Y al surgir la figura del «Nene» en el recuerdo, debo confesar que me siento un privilegiado, por haber disfrutado de las épocas de mayor esplendor que nos regalaron los cuatro máximos exponentes que tuvo el motociclismo de una ciudad «tuerca» por excelencia: Jorge Ternengo, René Heidegger, René Zanatta y Sebastián Porto.
Fueron momentos diferentes. Y también las proyecciones que alcanzaron cada uno de ellos, pero todos me deslumbraron por su arte.
Pero hoy, a treinta años de su dolorosa partida, quiero rendirle tributo a Heidegger, un tipo muy especial. Arriba de la moto, con un dominio absoluto. Abajo, con su felicidad dibujada en la cara al recibir el aplauso de la gente, o con sus broncas nunca disimuladas, cuando los resultados no lo acompañaban.
¿Cómo no recordar sus largadas displicentes en el óvalo infernal del Club Atlético 9 de Julio, que también formaban parte de su repertorio?
¿O los sobrepasos por afuera, casi rozando los postes y el alambrado perimetral?
Heidegger era un auténtico equilibrista sobre la moto. Desafió siempre todas las leyes, aun cuando la lógica indicaba lo contrario. Fue un temerario, que aprendió a convivir naturalmente con el peligro.
Aquel fatídico 20 de junio, no fueron pocos los que le sugirieron no correr en un trazado demasiado exigente para una moto que se había mostrado bastante indócil.
Pero su orgullo de campeón y la tozudez de un alemán que jamás dio el brazo a torcer, lo impulsaron a ocupar su lugar en la grilla de la final. Quería ganarle a Norberto Gatti en su propia casa. ¿Por qué lo iba a negar en las declaraciones previas, si tenía esa ilusión? El santafesino se fue adelante en el pavimento del callejero. Heidegger, pegado a sus escapes, lo siguió poco más de una vuelta. La moto se descontroló y el cuerpo del «Petiso» terminó impactando con una gran violencia contra el letrero indicador del Club Regatas.
El golpe en la cabeza fue terrible. El traslado presuroso hacia el Hospital Rivadavia resultó infructuoso. Las lesiones recibidas fueron de tal gravedad, que provocaron su deceso en cuestión de minutos.
René Fernando Heidegger, a los 32 años, empezaba a transitar el camino que habría de transformarlo en leyenda. Hace exactamente hoy treinta años. Aquel atardecer se enrojecieron mis ojos. Esos mismos ojos que a la hora de evocar a un deportista de excepción, hoy se encienden una vez más para revivir sus hazañas, a través de una sucesión de imágenes que me provocan un sentimiento extraño. Mezcla de felicidad, por los momentos vividos en mi juventud, siempre cerca de los «fierros». Pero, también de resignación, por no haber podido disfrutar, al menos unos años más, de un piloto fantástico y que dejó grabado su nombre a fuego en el riquísimo historial de nuestro motociclismo deportivo.
Fuente: diario La Opinión, Rafaela, 20 de junio de 2005.