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¿Por qué los judíos tienen mucha plata?

Por Ignacio Pérez del Viso.- Reflexión a partir de la presentación del libro Un diálogo para la vida. Hacia el encuentro entre judíos y cristianos, escrito por Francisco Canzani, del Movimiento de los Focolares, y la rabina Silvina Chemen.

Cuando eligieron papa a Francisco, un colega católico me comentó: “El judío se llenó de plata con el libro”. ¿Qué libro?, le pregunté. Se refería al que habían escrito en forma conjunta el rabino Skorka y el cardenal Bergoglio: Entre el cielo y la tierra (2010). Bueno, pensé, los dos se llenaron de plata y me alegro, porque sabrán utilizarla bien. Skorka es amigo mío y el jesuita Bergoglio fue mi alumno en teología.

En la Manzana de las Luces fue presentado recientemente el libro Un diálogo para la vida. Hacia el encuentro entre judíos y cristianos, escrito por Francisco Canzani, del Movimiento de los Focolares, y la rabina Silvina Chemen. Compartí el panel con Julia Contreras, del INADI, y el rabino Daniel Goldman, actuando como moderador José María Poirier, director de la revista Criterio. Elegí un tema secundario en apariencia, pero que emerge continuamente, al hablar de los judíos.

El autor católico dice que hacerle esta pregunta a un judío, “¿por qué tienen ustedes mucha plata?” es un golpe bajo (p.94). Lo es, pero confieso que durante años me hice esta pregunta, hasta encontrar respuestas satisfactorias. El caso del amigo Skorka es muy particular, aunque algunos judíos llegaron más arriba. En la Edad Media hubo papas de ascendencia judía, los de la familia Pierleoni. Un rico judío se había hecho cristiano en el siglo XI y su familia adquirió una gran influencia en las elecciones papales, compensando el poder de otra familia, los Frangipani. Pero como se convirtieron, ya no eran judíos sino cristianos con plata.

De Shakespeare al Mío Cid

El libro que presentamos alude (p.135) a una obra de Shakespeare del año 1600, El Mercader de Venecia, donde aparece el usurero judío, Shylock, representado por Al Pacino en alucinantes monólogos. Tal vez allí se encuentre una explicación: están llenos de plata porque son usureros. El Mercader de Venecia le pidió un préstamo. El judío hizo poner en el contrato que si no devolvía el dinero en el plazo estipulado, le recortaría al cristiano una libra de carne. El Mercader no pudo pagar y el prestamista acudió al Dux de Venecia para que se cumpliera el contrato.

El defensor del Mercader señaló que el contrato estipulaba sólo una libra de carne. Si salía una gota de sangre, el prestamista sería inculpado. Se acusó al usurero, un extranjero, de atentar contra la vida de un ciudadano de Venecia. Se pidió la pena de muerte contra el judío. El Dux le perdonó la vida, pero le quitó los bienes. La mitad sería para el estado y la otra mitad para el Mercader. Nos quedamos así con un judío sin plata. Pero atención, el Mercader renunció a su parte, si el judío se convertía y hacía testamento a favor de su hija que había huido para casarse con un cristiano. Shylok aceptó. Nos quedamos de nuevo con un cristiano, no con un judío con plata.

Si retrocedemos 4 siglos, al poema del Mío Cid, del 1200, vemos al Cid Campeador expulsado de Castilla por el rey Alfonso. Antes de partir, deja en custodia a dos prestamistas judíos, dos arcas repletas de oro, bien claveteadas. Los judíos le adelantan el dinero en efectivo. Después descubrirán que en vez de oro había arena en las arcas. Esta vez nos quedamos con judíos, pero sin plata. Habían sido engañados por el Cid Campeador. El honor, por el que los caballeros cristianos daban su vida, no tenía vigencia con los judíos.

“Protectores” de los judíos

Debemos retroceder a los primeros siglos del cristianismo para encontrar respuestas satisfactorias. La acusación de Deicidio, de haber matado al Hijo de Dios, nació en los primeros tiempos. El Concilio Vaticano II (1965) los exculpó de esa calumnia. Ahora bien, de esa acusación se debería haber seguido un castigo para los judíos, privándolos de sus bienes. ¿De dónde sacaron entonces tanta plata? Acudamos a los mejores historiadores de la Iglesia, como los católicos Lortz y Jedin. De la obra de este último, “Manual de historia de la Iglesia” (Herder, diez volúmenes), extraigo los datos. Iserloh es autor del capítulo “Los judíos en la cristiandad de la Edad Media” (IV, 907-921).

Según los Padres de la antigua Iglesia, al no reconocer a Jesús como Mesías, los judíos se quedaron sin la clave para comprender su propia Biblia, nuestro “Antiguo” Testamento. Estaban en una especie de esclavitud espiritual respecto de los cristianos. Con el tiempo, ese sometimiento religioso se fue convirtiendo en jurídico. Como algunos los maltrataban, los emperadores, reyes y obispos se declararon sus “protectores”, a cambio de una tarifa por dicha protección, similar a la de la mafia. Se les impusieron muchas limitaciones, como la prohibición del comercio a gran escala, ejercer una serie de cargos y adquirir terrenos. Podían tener tiendas, algo así como en el barrio de Once, en Buenos Aires.

Conviene recordar que la Iglesia condenaba como usura el préstamo a interés. Sería ganar dinero sin trabajar. Entonces, ¿a quién le podrían pedir prestado? A los judíos, que no tenían esos escrúpulos. Los cristianos los convirtieron en banqueros, una tarea entonces de menor jerarquía y realizada a escondidas, como la prostitución. Para sobrevivir, debieron especializarse en la profesión de banqueros. La riqueza, en aquella época, se encontraba más en las prebendas, los terrenos y el comercio, que en el dinero. El príncipe o el obispo fijaban la tasa de interés que debían cobrar los prestamistas judíos, en algún caso del 140 % anual. De este modo, podrían exigirles una contribución mayor para “protegerlos”.

Para la gente, los judíos eran unos usureros. Cuando podían, los acusaban de cualquier delito y, si eran condenados, las deudas desaparecían. Cuando un judío se convertía, el príncipe “protector” perdía los ingresos del protegido. Para compensar esa pérdida, el emperador Enrique IV, en 1090, exigió que los conversos renunciasen a su fortuna, “lo mismo que han dejado la ley de sus padres”. Los papas se opusieron a esta práctica que dificultada las conversiones, pero con poco éxito. El quedarse con la fortuna de los conversos pasó a ser un derecho consuetudinario.

La pantalla de los judíos

La verdadera razón del dinero de los judíos era que los cristianos necesitaban una pantalla para cubrir su avaricia, y la encontraron en los judíos. En 1517 Martín Lutero comenzó su prédica contra las indulgencias, en forma razonable, aunque algo exagerada. Pero desconocía el revés de la trama. Resulta que un arzobispo alemán aspiraba a un arzobispado mayor, con el que se convertiría en elector del imperio. Para eso tenía que desembolsar mucho dinero, una parte para el papado, otra para el imperio. ¿De dónde lo sacaría? El papa León X le mostró el camino. Pediría un gran préstamo a la banca judía de los Fúcar, mediante un acuerdo secreto.

¿Cómo devolvería el préstamo? Calcularon que si se predicaba una misión durante 8 años, en el territorio de ese arzobispo, se recuperaría el dinero. Por las indulgencias o bendiciones concedidas a favor de los familiares difuntos, los fieles entregarían limosnas. El interés del papa estaba en que una parte del dinero sería para construir San Pedro, en Roma. Un delegado de la banca judía acompañaba al predicador. Después de cada colecta contaban el dinero y el judío embolsaba su parte.

Digamos que los judíos trabajaron duro para juntar dinero, que no les llovía del cielo. Debían ahorrar, porque con frecuencia eran despojados y expulsados. Los cruzados, que partían hacia Oriente a luchar contra el enemigo exterior, el Islam, no querían dejar a sus espaldas a los judíos, el enemigo interior. Muchos masacraron a los que encontraban en el camino. San Bernardo corría de un sitio a otro para evitarlo, pero no podía llegar a tiempo.

Después, en el siglo XIV, cayó la peste negra, que abatió a un tercio de la población europea. Se dijo que los judíos habían envenenado las fuentes. Comenzaron entonces a quemar judíos, de a miles. Sólo en Estrasburgo a unos 2.000, en su cementerio. En Maguncia, donde existía la mayor comunidad judía, tras una inútil defensa, se arrojaron ellos mismos a las llamas. Comprendemos que hoy muchos se queden mudos, cuando los llamamos nuestros “hermanos” mayores.

Premios Nobel

Al exculparlos del “deicidio” y de la calumnia de usureros, estamos borrando la parte de mentira que hubo en esta historia, pero olvidamos la parte de verdad, lo que la fe y la cultura judías han aportado a la civilización. Baste recordar a filósofos como el cordobés Maimónides, muy apreciado por santo Tomás de Aquino. Donde la comunidad judía disfrutaba de paz, florecían las artes y las ciencias. Hoy, el 22 % de todos los Premios Nobel han sido otorgados a judíos, como el famoso Einstein.

Daniel Goldman, que me sucedió en la exposición, puso de relieve un aporte fundamental de la fe judía: que Dios  es el verdadero propietario de la tierra, destinada a toda la familia humana. De esto estamos tomando conciencia cuando hablamos del cambio climático y de los océanos, de las especies en extinción y del desarrollo sustentable.

Sólo lamenté que el libro no contuviera ninguna referencia al problema palestino, el de mayor actualidad. Quizás los autores prefirieron mantenerse en el terreno religioso sin entrar en el político. Pero la historia misma de Israel, y la del mundo entero, nos muestran que los problemas son inseparables. Hay un trasfondo cultural común. En la Shoá hubo una convergencia diabólica de prejuicios y de odios, que se arrastran desde hace dos milenios.

Mirando hacia el futuro, la Iglesia ha emitido una serie de declaraciones sobre la relación entre Israel y el pueblo palestino. Incluso se puede observar una evolución en la posición católica. Pero el problema no se reduce a esta relación bilateral. Si no hay paz para todos, en la región, nadie podrá dormir tranquilo. La guerra en Siria y el tembladeral en Egipto nos hablan de la urgencia de buscar soluciones definitivas y no acuerdos provisorios.

El autor, jesuita, es profesor en la Facultad de Teología de San Miguel.

Fuente: revista Criterio, Buenos Aires, Nº 2397 » OCTUBRE 2013.

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