Debate sobre la imputabilidad de los menores

En un sistema penal donde las cárceles están colapsadas y la violencia instalada es impensable que adolescentes de 13 o 14 años puedan pensar en el daño que hicieron y salir de allí con la convicción de no volver a delinquir. La respuesta es proveer a estos niños un ámbito donde prime el amor y el respeto por la persona, reciban una educación en valores que les permitan ser personas de bien, valoren el esfuerzo y la cultura del trabajo.

Por Luciana Inés Mazzei.- A fines del mes de febrero, una vez más un hecho de violencia en el marco de un robo terminó con la vida de una niña. La sociedad toda se sintió apesadumbrada y preocupada, mostrando apoyo absoluto a los padres de esta niña. Dos menores robaron el auto en que la pequeña esperaba a su madre, la arrastraron varios metros terminando así con su vida.

Nuevamente, el debate acerca de bajar la edad de imputabilidad de los menores de 16 a 13 años se hizo presente en los medios masivos con opiniones a favor y en contra.

Es innegable que un hecho como este sacuda los corazones y se piense en el dolor de esa familia. Todos en algún momento hemos sido víctimas de algún acto de delincuencia y esto genera enojo e impotencia al no sentirse resguardados.

La frase “a delitos de adultos, penas de adultos” deja entrever la incapacidad de la sociedad para analizar el problema más allá del hecho concreto. Lo cierto es que juzgar a los menores como si fueran mayores no resuelve el problema, muy por el contrario, lo agrava.

En un sistema penal donde las cárceles están colapsadas y la violencia instalada es impensable que adolescentes de 13 o 14 años puedan siquiera pensar en el daño que hicieron y salir de allí con la convicción de no volver a delinquir.

Por otro lado, no se tiene en cuenta que a esta edad aún no se ha logrado un desarrollo cerebral que permita tomar decisiones acertadas. El lóbulo frontal del cerebro, encargado de la autorregulación y la toma de decisiones, termina de desarrollarse alrededor de los 25 años. Esto no implica que sean inconscientes, lo que ocurre es que, de acuerdo a la madurez de cada individuo las habilidades que aporta esta parte del cerebro se van desarrollando paulatinamente y con el apoyo de adultos que sean capaces de enseñar a regularse y ser criteriosos.

A esto se suma la propia incapacidad de los adultos que los educan. Ellos mismos, en muchos casos, no han logrado el desarrollo pleno de sus habilidades morales y no cuentan con los recursos personales para educar a otros.

Son niños que nacen en condiciones desfavorables, la mayoría en condiciones de desnutrición fetal, porque ya sus madres están mal alimentadas, la consecuencia es que sus cerebros ya están en desigualdad de condiciones para desarrollarse plenamente frente a otros niños. La violencia y el abuso son moneda corriente y en sus hogares robar, matar y consumir es lo cotidiano. Pocos logran terminar la escolaridad y quienes lo hacen acarrean importantes déficits de aprendizaje, y esto se debe a la falta de desarrollo cerebral, a que van a la escuela cuando pueden y no tienen en sus hogares adultos que puedan acompañar sus procesos de aprendizaje.

En estas condiciones lo que aprenden es que robar es la forma de tener un plato de comida y que la vida no vale demasiado. Crecen en contextos sociales donde los valores no existen y solo se sobrevive como se puede a la pobreza estructural que domina sus hogares.

La nena de 7 años fue una víctima. Pero estos niños también lo son. Víctimas de un sistema que los ve, pero mira para otro lado, que emparcha el hambre con subsidios que no logran callar sus pancitas vacías, siempre usaron ropa usada, mochilas rotas y bicicletas viejas.

La solución no es fácil. Son décadas de desamparo, desigualdad y maltrato familiar. Es imperioso que se promuevan políticas donde las familias recuperen el valor por el trabajo y el esfuerzo, que los padres aprendan a ser padres y recuperen su rol de primeros educadores.

La respuesta es proveer a estos niños un ámbito donde prime el amor y el respeto por la persona, donde puedan desarrollarse física, psíquica y espiritualmente. Donde reciban una educación en valores que les permitan ser personas de bien, que valoren el esfuerzo y la cultura del trabajo. De nada sirve encerrarlos en cárceles donde van a vivir en la violencia y el desamparo.

La autora está radicada en Rafaela. Es magíster en Orientación Educativa Familiar.

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