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«Hoy nos tenemos que reconciliar en el presente, más que con el pasado»

Expresa Graciela Fernández, ex miembro de la APDH y la Conadep, la ex ministra de la Alianza critica la visión épica de los militantes de los 70 que impulsa el Gobierno, y cree que la violencia ha vuelto "como farsa".Por Astrid Pikielny (Buenos Aires)

Por Astrid Pikielny.- «¿Por qué nos pasó lo que nunca debió habernos pasado?», se interroga Graciela Fernández Meijide en su libro Eran humanos, no héroes (Sudamericana), de próxima aparición. La compleja respuesta a esa pregunta inquietante e inevitable, en buena parte condensada en el título, se traduce en un texto alejado de la memoria testimonial, a pesar de ser ella madre de Pablo, secuestrado y desaparecido a los 17 años por la dictadura militar. También se distancia de la autorreferencia territorial: en un intento de comprender mejor las razones de la tragedia, Fernández Meijide pone su mirada en Chile, Uruguay, Brasil y la Argentina, los cuatro países que -bajo sus respectivos regímenes autoritarios y en el marco del Plan Cóndor- coordinaron acciones de inteligencia, persecución, detención y asesinato de opositores.

Ex integrante de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos (APDH) y miembro de la Conadep, Fernández Meijide suma su voz -con acuerdos, disidencias y contrapuntos- a las de Héctor Schmucler, Oscar del Barco, Pilar Calveiro, Héctor Leis y otros intelectuales que han realizado, a lo largo de estos años, una crítica de la violencia política de los setenta con un fuerte cuestionamiento al accionar de las organizaciones armadas. «Con una diferencia», enfatiza. «Cualquiera de ellos tuvo una militancia e incluso una participación directa en las organizaciones armadas. Yo no», concluye, y aunque acepta que recién recuperada la democracia era necesario idealizar a las víctimas, hoy critica la visión épica que el gobierno nacional tiene de los militantes de los años 70 y disiente del argumento de que «cayeron los mejores». Murieron «buenos y malos» y sobrevivieron»buenos y malos», dirá.

Fernández Meijide también discrepa de aquellos que, como su amigo Héctor Leis, reclaman una lista única y un único memorial que reúna a todas las víctimas. «¿Con qué finalidad?», se pregunta. Y también se aleja del «perdón y la reconciliación» reclamada por Leis porque, afirma, no puede -o a lo mejor no quiere- arrogarse el derecho a perdonar en nombre del que ya no está. «Hoy las divisiones se dan entre kirchneristas y antikirchneristas. Hoy nos tenemos que reconciliar en el presente y con el ahora, más que con el pasado», advierte.

A pocos días de la muerte del dictador Jorge Rafael Videla, la ex dirigente del Frepaso y funcionaria de la Alianza explica por qué está convencida de que la información sobre los desaparecidos no fue destruida y confía en que saldrá a la luz una vez que concluyan los juicios.

-En el libro hay una crítica a la violencia política de los setenta y un rechazo. ¿Por qué ahora?

-Hay varias cuestiones. Una de ellas tiene que ver con conversaciones con amigos en las que nos preguntábamos «por qué nos pasó lo que nunca debió habernos pasado». Esto que primero aparece como drama y después termina como tragedia, con una escala y una dimensión inimaginables. Otro motivo tiene que ver con una situación que fue lógica apenas recuperada la democracia y es que ninguno de los militantes que habían sobrevivido y tuvieron que enfrentarse a los comandantes de la junta en el juicio se asumía como militante ni combatiente. Se asumían como víctimas, lo cual era muy razonable en ese momento. Y después me empecé a preocupar cuando este gobierno comenzó a considerarlos héroes, omitiendo la historia política de los militantes. Ésa es una operación que llevaba a ensalzar la época de los setenta como si hubiera sido una gesta valiosa, e implicaba un salto en el razonamiento en el que si uno seguía en esa línea de pensamiento, de un día para el otro los militares se habían levantado enojados con ganas de matar gente. Además, sentí la necesidad de revisar mi propia historia y siempre tengo presente a la gente muy joven, para que tengan otra mirada.

-Pero esas nuevas generaciones se muestran más entusiasmadas con el otro relato, el de la gesta épica y heroica.

-Y hasta cierto punto tienen razón, porque es muy difícil ser joven sin tener algún ideal por el cual trabajar y empujar. Y hoy los partidos políticos no están pidiendo una militancia fuerte. Los que actúan en La Cámpora de buena fe y no son simplemente ñoquis seguramente tienen la necesidad de participar en algo que transforme la vida de la sociedad.

-Sus críticas se suman a otras que provienen de la izquierda y de la militancia, que desde hace unos años asumen responsabilidad en la espiral de violencia que marcó la vida política de la Argentina de los años 70. ¿Cree que esas voces son aisladas, o hay un cambio de época que admite repensar estos temas?

-Lo que yo sí sé es que cuando yo estaba en la Conadep muchos militantes que habían vuelto del exilio, que habían estado secuestrados, que habían sobrevivido y se habían presentado en el juicio -y que fueron los que finalmente cambiaron la calidad de la prueba- me decían: «Si hubiéramos ganado nosotros habría sido un desastre. Éramos muy autoritarios. No teníamos un plan político. ¿Qué hubiéramos hecho después?». Yo recibí muchas autocríticas de personas que se salvaron, que obviamente no querían la dictadura, pero al mismo tiempo decían: «Menos mal que no lo logramos porque éramos unos irresponsables y éramos muy violentos». La violencia en nuestro país fue enorme, con un paradigma amigo-enemigo que en esa época fue tragedia y hoy, siguiendo a Marx, es farsa.

-¿Por qué hoy es farsa?

-Porque el solo hecho de cambiar el horario de un partido de fútbol para quitarle rating a un periodista habla de la pobreza más absoluta que se pueda imaginar. Si hoy un gobierno puede admitir que eso le preocupa y lo perjudica a punto tal de querer tomar medidas como éstas sin medir riesgos y consecuencias, entonces la banalidad es mucha. Esto, evidentemente, tiene algo de farsesco.

-En la historia de los organismos de derechos humanos hubo diferencias, cismas y reagrupaciones. Y durante el kirchnerismo se redefinió el mapa. ¿Qué piensa frente a lo que ha denominado como una»cooptación» de algunos organismos de derechos humanos por parte del Gobierno?

-Por un lado me da pena. Muchos de estos organismos estaban destinados a desaparecer cronológicamente. Yo tengo 82 años y era de las más jóvenes. No representan un mundo más grande de lo que ellos son. Simbólicamente sí representan mucho, porque ambos símbolos, el de Madres y el de Abuelas, representan mucho dentro y fuera del país. Pero no me asombra demasiado que eso ocurra, porque cuando se armaron los organismos de los directamente afectados no era una ideología lo que había detrás: era una desgracia. No era un partido político con discusiones ideológicas o programáticas. No. Se armaba sobre la marcha. A veces se dividían y a veces se volvían a juntar por la necesidad. Me dolió que eso ocurriera y al mismo tiempo no me asombró demasiado.

-¿Coincide con Héctor Leis cuando pide una lista única y un único memorial que unifique a todas las víctimas?

-En abstracto podría coincidir. En concreto, no. Y le digo que no porque no es practicable. Las listas están. Yo las tengo a las listas de un lado y las del otro. Ahora, ¿cómo se siente un familiar si el nombre de su hija o hijo aparece al lado del que lo mató y después cayó? Creo que no es el momento y tampoco hay una demanda de la sociedad. Hoy la reconciliación está más entre amigos y enemigos del kirchnerismo que entre los hijos de los padres desaparecidos y los militares. La época del peronista y el gorila se había esfumado bastante y hoy vuelve a aparecer. Y otra vez, las segundas partes son un mamarracho. ¿Quién haría el trabajo de juntar las listas? ¿Qué efectos causaría? Si a mí me garantizaran que eso va a unir a los argentinos, entonces valdría la pena discutirlo más en profundidad, pero desgraciadamente creo que nos tenemos que reconciliar en el presente y con el ahora, más que con el pasado.

-Tampoco coincide con la postura de equiparar en responsabilidades a aquellos que ejercieron la violencia desde el Estado y a quienes lo hicieron por fuera de él.

-No coincido con esa postura aunque no les voy a sacar la responsabilidad a tomar la vida y disponer de ella que tuvieron las organizaciones armadas o las guerrillas. Pero otra fue la capacidad de poder y de hipocresía del gobierno militar, que se hace cargo diciendo que iba a devolver la democracia lo antes posible. Y luego pasan por encima de todas las instituciones, y cuando toman a la gente, la secuestran, la torturan en secreto, la enjuician sin posibilidad de defensa, la asesinan y la esconden. Eso, hecho desde el Estado, les da una responsabilidad que no se puede comparar. Los guerrilleros hacían mal cuando mataban porque no hubo muertes buenas y muertes malas, pero ponían su pellejo y no se podían garantizar la impunidad. Tenían un plan B que era rajar, si podían, pero eso era todo. No era un gobierno que tenía todos los resortes, el Ejecutivo, el Legislativo y hasta el Judicial. A Videla, cuando fue condenado, se le dieron todas las garantías de defensa. Y en el juicio a las juntas los comandantes tuvieron los mejores abogados que pudieron pagar.

-¿Cómo la impactó la muerte de Videla?

-Me dio taquicardia. El impacto fue grande a pesar de que todos sabíamos que en algún momento se iba a morir. Y me dio taquicardia porque me revolvió viejas cosas. Cuando se llevaron a Pablito y entendí cómo era todo, para poder dormirme, le metía un balazo acá (en la frente) a Videla, a Massera y a Viola. Eso lo hacía todas las noches… Y me dormía. Hasta que me hice cargo, en 1978, de que habían matado a todos, o a muchos. Ahí perdí toda esperanza.

– Usted era la encargada de recibir y sistematizar las denuncias en la APDH y luego en la Conadep. ¿Cómo hace una madre a la que le secuestran y asesinan su hijo para escuchar una y otra vez los relatos del horror?

-Yo me lo planteé muchas veces. Mientras uno estaba de este lado de la mesa y alguien te contaba, uno se ponía en el lugar del que no le había pasado esto: le había pasado a otro. Al mismo tiempo, la desaparición provoca una espera permanente por tener datos. Yo vivía revisando, contrastando y escuchando para ver si de algún lugar obtenía datos de Pablo. Por lo tanto, no creo que mi actitud haya sido tan generosa. Cada uno hacía lo que podía. Hubo 10.000 desaparecidos y nunca hubo 10.000 padres buscando a sus hijos. A muchos el hecho los abatió. Algunos se enfermaron y se murieron. Otros se suicidaron. Y otros se metieron adentro de la casa y no quisieron saber nada. Eso también fue legítimo porque era algo inhumano.

-Videla se murió sin dar a conocer información sobre los desaparecidos y el destino de los nietos, pero usted sostiene que esa información está. ¿Qué es lo que la lleva a pensar eso?

-Yo estoy convencida de que la información está en distintos lugares, incluso en casas particulares de militares. No es verdad que se destruyó información cuando Bignone lo ordenó. En los interrogatorios del juicio a las juntas se vio cómo los abogados defensores interrogaban a los testigos sobrevivientes que habían tenido una militancia con el mismo interrogatorio que se hacía en la tortura. ¿Quién los abastecía? Los servicios de inteligencia de la Marina, el Ejército, la Aeronáutica. Puedo equivocarme, por supuesto, pero no creo que haya sido Videla la persona que tenía más información. Los que más información deben tener son los que manejaban los centros clandestinos, que hoy están retirados y que en ese momento eran oficiales. Y los que manejaban el archivo, porque se tomaba testimonio del que caía. Massera seguramente sabía porque iba a los campos, pero Videla ni eso. Fue tan hipócrita y tan cagón que cuando vino la democracia dijo que habían hecho lo correcto y que de los excesos habían sido responsables los subalternos. Fue un tipo especialmente miserable.

-¿Cree que esa información no va a aparecer hasta que concluyan los juicios por temor a quedar involucrados?

-Así es, por eso cuando se inician de nuevo los juicios con este gobierno, sugerimos con Claudio Tamburrini que se haga un trato y, en vez de condena perpetua, se les dan «tantos años» a cambio de información fidedigna. A lo mejor eso hubiera estimulado a dar información. En cambio, si uno les dice que si reconocen lo que hicieron van a ir presos para toda la vida, ¿para qué te van a ayudar?

-¿Y por qué cree que el Gobierno tomó otro camino?

-Creo que este gobierno no quiso porque le significaba demasiado esa información. Ellos querían ser los paladines de los derechos humanos. A tal punto es su ignorancia que cuando entran a la ESMA y Kirchner descuelga el cuadro como gran gesto, afirma que es la primera vez que el Estado había entrado ahí. Es mentira: nosotros, los de la Conadep, nos habíamos cansado de entrar ahí y a todos los chupaderos con los sobrevivientes que iban a reconocer el lugar y a contrastar los datos físicos.

-¿Qué es ser progresista hoy?

-Es creer que no hay diferencias entre las personas, admitir la diferencia como enriquecimiento propio y no como contraposición, hacerse cargo de que hay injusticias y, si se está en la política, tener en claro cómo actuar para que sean menores. Ser progresista es apegarse a la ley y entender, si se es gobierno, que debe haber una alternancia porque mantenerse durante mucho tiempo en el poder lleva inevitablemente al absolutismo. Aunque tenga el sello progresista.

Fuente: suplemento Enfoques del diario La Nación, 26 de mayo de 2013.

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