Por José Ignacio López.- Finalmente, el cónclave respondió en la sintonía de cambio, de renovación, de aire fresco abierta por el gesto augural del papa que se fue. Por asignarle a la renuncia de Benedicto XVI la misma naturaleza de aquella fenomenal intuición de Juan XXIII al convocar al Concilio, desde un primer momento creí que el cardenal Jorge Bergoglio no volvería a su querida arquidiócesis de Buenos Aires. No porque creyera que iba a ser el sucesor; sí porque experimentaba la certeza de que quien resultara elegido – si no se alteraba el sentido del hito plantado por Ratzinger -, necesitaría cerca, en su equipo de colaboradores más estrechos, a un hombre de la talla y las condiciones de quien se ha convertido en el primer argentino papa, el primero de América latina, el Papa que llega del Sur.
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El nombre que escogió, Francisco, el pobre de Asís, todo lo dice. Bergoglio es un hombre de oración, de vida austera, sencilla, alejado de la ostentación y los oropeles. Viajero ilustre de esa línea de subte que termina de remozarse y que por años lo llevó desde Flores, el querido barrio del que fue vicario cuando Juan Pablo II lo hizo obispo para auxiliar en su tarea pastoral al cardenal Antonio Quarracino. Solo cuando las circunstancias lo tornaban ineludible, sus ropas solo dejaban entrever el púrpura de los cardenales.
No fue una pose el modo sencillo con que estrenó su sotana blanca. Lució sereno, sin agobio ni gestos ampulosos, confiado. en la oración que fue lo primero que pidió a los miles de fieles congregados en San Pedro.
La Cátedra de Pedro, cargada de humanidad por el gesto de desprendimiento de un papa que se declaró débil y entregó sus últimas fuerzas para conmover, para descentrar a la Iglesia, ya no está vacía. Ha vuelto a cargarse de humanidad. Quien tomó el timón no es un emperador ni un superhéroe. Es el sucesor de un Pescador.
Fuente: diario La Nación on line, Buenos Aires, 13 de marzo de 2013.
