Por Mariano Fazio.- De Benedicto XV a Benedicto XVI, la Iglesia contó con pontífices «expertos en humanidad», fieles a su misión. Provenientes de distintas naciones y estratos sociales, con personalidades muy diferentes entre sí, los papas de los últimos 100 años, desprovistos de poder humano, pero confortados con la asistencia divina, han sido auténticos testigos de la verdad y de la caridad. Nunca en la historia de la Iglesia moderna se han sucedido en la sede de Pedro vicarios de Cristo tan convincentes, que se convirtieron, para toda la humanidad, en custodios y garantes de la dignidad de la persona y promotores de la paz.
En 1870, la Iglesia Católica había perdido el dominio sobre los Estados pontificios. A partir de esta carencia de poder temporal, la voz de los papas se hizo sentir clara y nítida, pues la autoridad moral del pontificado creció en forma exponencial después de la desaparición de su poder político. La libertad espiritual ganada por la Sede Apostólica es uno de los beneficios providenciales que trajeron esos sucesos, considerados por los católicos de ese momento como un golpe durísimo infligido a la Iglesia.
El proceso de secularización se puede interpretar en dos vertientes: en primer lugar, como la intención de excluir totalmente a Dios de lo público, reafirmando la autonomía absoluta del hombre, constituyendo la religión como un hecho privado, carente de interés -y hasta peligroso- para la vida social.
En segundo lugar, como proceso de desclericalización de la vida política y social, que reivindica la legítima autonomía relativa del orden temporal. Benedicto XVI llama a la primera vertiente laicismo, y a la segunda, sana laicidad. Esta tríada clericalismo-laicismo-sana laicidad ofrece la posibilidad de comentar la compleja relación entre la Iglesia y la Modernidad.
Los casi 100 años que van desde el pontificado de Benedicto XV hasta la actualidad han visto un aceleramiento del proceso de secularización. Los romanos pontífices no fueron espectadores pasivos de este proceso. El camino recorrido comienza con Benedicto XV y coincide con el inicio de la Primera Guerra Mundial, hecho histórico clave para comprender la crisis de la cultura de la Modernidad en la que estamos todavía inmersos: la Gran Guerra fue un mentís al optimismo decimonónico liberal y positivista que pensaba que el siglo XX sería el siglo de la glorificación prometeica de la humanidad. En las trincheras de media Europa, esta ilusión se desvaneció rápidamente.
La Primera Guerra Mundial inaugura un período cultural nuevo, no tanto por el cambio de las categorías mentales, sino por la vívida percepción de las consecuencias sociales, económicas, políticas y morales de esas mismas categorías ideológicas: se rompe el paradigma del progreso indefinido por medio del avance científico.
El pensamiento de los papas del último siglo se puede dividir en dos partes, con el Concilio Vaticano II en el centro: la primera incluye los pontificados de Benedicto XV, Pío XI y Pío XII (1914-1958), y la segunda parte se ocupa del Concilio Vaticano II, que se desarrolla durante los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI, y se despliega en la vida de la Iglesia durante los de Juan Pablo II y Benedicto XVI.
En la primera mitad del siglo, Benedicto XV, Pío XI y Pío XII tuvieron que enfrentarse a manifestaciones violentas y extremas de la secularización entendida como afirmación de la absoluta autonomía humana. Frente a los totalitarismos de derecha y de izquierda, los papas reaccionaron denunciando la pérdida de la visión trascendente de la persona, que implica respeto por su dignidad espiritual y una organización político-social acorde con dicha dignidad.
No se trató sólo de denuncias: las propuestas para el restablecimiento de la paz y de la justicia, las movilizaciones a favor de las víctimas de las tragedias contemporáneas, la exposición de los principios de una doctrina social que pone en el centro de su atención la persona humana y sus derechos y el recurso a la oración para promover la misericordia constituyen algunos de los medios practicados por los papas de la primera mitad del siglo para aliviar las consecuencias de las guerras.
Benedicto XV, Pío XI y Pío XII tuvieron clara conciencia de la gravedad del proceso de secularización que consagraba una visión que exasperaba el afán de dominación. Las circunstancias culturales de su época les hacían añorar una societas christiana que había sido el paradigma social de la Edad Media y, en menor medida, el del Antiguo Régimen. No se trataba, obviamente, de una nostalgia ingenua de un tiempo pasado que también presentaba notables limitaciones. Pero todavía no estaban los tiempos maduros para una toma de conciencia plena de la positividad de la laicidad.
No obstante, las continuas referencias de Benedicto XV, Pío XI y, de modo particular, de Pío XII a favor de una profundización y respeto del derecho natural y de la ley natural -en sintonía con la próxima declaración universal de los derechos humanos- ponen de manifiesto que la defensa de la dignidad de la naturaleza humana es un elemento esencial de la tradición cristiana y constituyen el inicio de la renovación que se completará en el Concilio Vaticano II.
En la segunda mitad del siglo XX, junto al continuo avance de la secularización laicista, cobra cada vez más vigor la toma de conciencia de la positividad de la secularización entendida como desclericalización de la sociedad, como distinción entre el orden natural y el sobrenatural, entre Iglesia y Estado. El Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII y clausurado por Pablo VI, y los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, en plena continuidad con lo anterior, siguen denunciando las consecuencias destructivas de una visión antropológica con pretensiones de autonomía absoluta, al mismo tiempo que subrayan la dignidad de la persona humana, dejada por Dios libre para tomar decisiones en un campo amplísimo de su actividad, guiada por la conciencia abierta a la verdad y movida por deseos de justicia, solidaridad y paz.
Joseph Ratzinger eligió su nombre papal en alusión a la tarea de promoción de la paz que había guiado a Benedicto XV. El Papa teólogo se identificó a sí mismo desde el primer momento con el anuncio de la paz, en un mundo atiborrado de violencia. «La paz es obra de la solidaridad», había dicho Juan Pablo II en 1988. Sólo la capacidad de entregar algo de lo propio para beneficio del otro, sólo quien está dispuesto a superar el propio egoísmo es un verdadero promotor de la paz. La primera solidaridad es la apertura al diálogo y la confianza en que es posible compartir unos valores fundamentales, valores que no negocian con el poder ni el dinero, sino que son a la vez salvaguarda de los más débiles y condición de la vida en común.
Muchos de los anhelos de libertad y de justicia que movilizaron energías humanas en el siglo XIX, a veces teñidos de anticlericalismo por la confusión reinante entre el trono y el altar, encuentran hoy en la doctrina católica -en particular con la afirmación del valor propio de lo temporal y la libertad religiosa- un lugar privilegiado. Doctrina ya presente en el Evangelio, pero que siglos de historia vividos entre la heroicidad de la santidad y la mezquindad de la miseria humana se ocuparon de oscurecer. Una parte fundamental de la herencia que nos deja Benedicto XVI es su doctrina de la sana laicidad, sobria y positivamente promotora del pluralismo y del respeto por la identidad de cada uno y de cada una, afirmada sobre los derechos humanos, y muy consciente de que la fe se debe proponer de corazón a corazón.
El autor, vicario del Opus Dei en la Argentina, escribió De Benedicto XV a Benedicto XVI. Los papas contemporáneos y el proceso de secularización.
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 4 de marzo de 2013.