La historia económica de nuestro país refleja un derrotero entre la ilusión y el desencanto. Movimientos pendulares entre distintas visiones no han podido consolidar un crecimiento sostenido, que haga posible un desarrollo integral de la persona. La situación actual, con problemas de inflación, déficit fiscal e inconvenientes crecientes en materia de competitividad de la economía, hacen pensar que a la ilusión de la década pasada podría suceder una etapa de desencanto.
La Argentina parece oscilar entre modelos antagónicos. A la ola privatizadora de los años ‘90, concertada con un modelo de tipo de cambio fijo y acceso al mercado de deuda, se le contrapone otro caracterizado por el activismo gubernamental, con una fuerte intervención del Estado en vastos sectores de la producción y los servicios.
En esta coyuntura, la economía no es ajena a la historia de desencuentros que acontece en materia política. Por otra parte, los discursos tienden a polarizarse y resulta sumamente difícil acordar presupuestos mínimos para intentar corregir, o al menos morigerar, los efectos que puede tener un plan económico sobre la vida de las personas.
Si tomamos el ejemplo de la inflación, desde sectores afines al oficialismo se declama que los culpables de la suba del costo de vida son los formadores de precios que tienen posiciones dominantes en el mercado. Desde otros lugares se sostiene que es el gobierno, mediante la emisión monetaria sin control, el que provoca inflación. Además, el propio Estado tampoco aclara de manera veraz las estadísticas necesarias para diagnosticar con certeza los síntomas y tomar las decisiones más adecuadas.
Esta oscilación entre las distintas “recetas” económicas que la Argentina fue aplicando da como resultado un crecimiento y desarrollo escaso e irrelevante si se compara con otros países de similares características.
Esta situación nos interpela. Como ciudadanos y como cristianos. Y muestra una notable incapacidad por parte de la sociedad y sus dirigentes para llegar a un acuerdo acerca de las condiciones y exigencias básicas del desarrollo. ¿Es la fórmula una economía más volcada hacia el sector privado, con un rol más pasivo y regulador por parte del Estado? ¿O, por el contrario, es el Estado quien debe dirigir la economía, a través de su participación como agente económico directo, por medio de empresas estatales, subsidios, etc.? ¿Cuál de las dos es la forma más adecuada para afrontar las enormes desigualdades que existen hoy en día en nuestra sociedad?
Los interrogantes pueden continuar hasta el infinito, ya que –como dice con sencillez Paul Samuelson– todos podemos opinar sobre economía, o –mejor dicho– intentar teorizar sobre qué, cómo y para quién se deben producir bienes y servicios.
Lo que nuestra historia parece demostrar es que los interrogantes no fueron debidamente respondidos, y que las variantes económicas aplicadas no han tenido los resultados esperados.
¿Qué decir sobre esta situación? ¿Es realmente ineludible inclinarse y tomar partido excluyente por un modelo económico frente a otros? La historia económica de la Argentina parece mostrar que no es así, que la raíz del fracaso de nuestro país en este ámbito no se encuentra tanto en una elección equivocada entre modelos económicos puros, cuanto en la falta de flexibilidad a la hora de evaluar, corregir y enmendar los planes originalmente implementados, lo que desembocó en cambios abruptos de dirección, con sucesivas marchas y contramarchas y una enorme dilapidación de tiempo, recursos y energías humanas. Es al menos en parte debido a dicha rigidez que no hemos logrado aún echar las bases de un desarrollo sostenible, mientras aumenta paulatina e inexorablemente la brecha de desigualdad social. La dignidad de las personas, en este contexto, y especialmente de las que menos tienen, es la más dañada, al verse privada de las oportunidades mínimas imprescindibles para una vida digna y decorosa.
En el presente número de la revista nos ocupamos de temas económicos. Distintas reseñas y artículos intentan –desde diferentes miradas– aportar algunos elementos para el análisis de los desafíos actuales. En este texto editorial querríamos destacar tres principios que consideramos imprescindibles para el desarrollo y la inclusión: la subsidiariedad, la participación y la solidaridad, tres elementos de la enseñanza social católica que humanizan la economía y –en su correcta aplicación– permitirían moderar el péndulo para encauzarlo hacia un desarrollo más enraizado en la persona.
El principio de subsidiariedad alienta a las personas hacia la libre iniciativa, o –en palabras del jesuita británico Rodger Charles– a que el individuo tenga la plena capacidad para llevar adelante su propia vida. Por supuesto que esta capacidad de iniciativa no significa aislamiento ni encierro en el propio interés, sino la posibilidad de utilizar la libertad para el despliegue de los propios talentos en beneficio propio y de la sociedad. De esta manera, las personas pueden formar una familia, asociarse con fines útiles y desarrollar sus capacidades, sin que terceros –o el Estado– interfiera en las áreas de su competencia. Asimismo, la sociedad civil, que es el producto del principio de subsidiariedad, debe ser asistida y coordinada por otras estructuras sociales, como puede ser el Estado, aunque –remarcamos– siempre desde la subsidiariedad, evitando la interferencia.
La sociedad civil, así entendida, requiere de una participación ciudadana activa que le dé vida y operatividad. Caso contrario, es altamente probable que resulte obstaculizada por otras estructuras, como pueden ser las corporaciones o el propio Estado.
Finalmente, la subsidiariedad como capacidad de las personas y la sociedad civil de llevar adelante sus propios asuntos, necesita de la complementación inescindible de la solidaridad, para evitar que la iniciativa se transforme en un predominio indebido del interés particular, a expensas del bien común. De este modo, la iniciativa personal vinculada a la solidaridad hará que aquello que es bueno para unos, lo sea también para los demás. La solidaridad, en definitiva, no significa sino reconocer en el otro a una persona con igual dignidad y derechos, es decir, a un hermano, y sentirnos responsable por su bien.
La Argentina y sus dirigentes, atendiendo a su historia, no han podido consolidar una senda común de desarrollo sostenido. Las variaciones pendulares han sido y son el eje de nuestro recorrido. Como primera conclusión, pareciera imprescindible intentar entender cuáles son aquellos puntos de contacto, entre los barquinazos conocidos, para construir instituciones sólidas que sostengan cursos de acción coherentes y de largo aliento.
La sociedad civil, como protagonista en esta película, desde la participación, la subsidiariedad y la solidaridad, tiene mucho que aportar.
Fuente: editorial de la revista Criterio, Buenos Aires, Nº 2389 » ENERO 2013.