Por Adán Costa.- Esta cultura de la cual a muchos les da motivos de orgullo y modernidad, le puso una pata encima y sólo le permitió sobrevida a algunos de sus rasgos, los que, folclorizados, ayudan a colorear sus miradas grises.
Esa misma cultura, a otros, los metió en barcos y a sus pieles curtidas por el sol de Senegal, Angola, el Congo y Guinea las arrojaron sin preguntarles a las plantaciones americanas. Trata transatlántica rotularon. Arrancaron a veinticinco millones de personas, de las cuales sólo llegaron vivas unas quince millones. Cada vez que el capitán de buque que transportaba humanos vivos en sus bodegas, cuando llegaba a puerto pedía asistencia espiritual a un pastor o un cura, quien les hacía tolerante la aberración sin permitirles que se la cuestionara de modo alguno.
Como los pilotos que arrojaban personas vivas al mar en los setentas en la Argentina. Pero allí quedaron los negros con sus culturas y sus sangres de candomblés, caboclos, exús e iemanjás esparcidas por todas las Américas. Exigir perdón sirve de poco. Sirve de más, poder comprender.
Hoy promueven un turismo cultural que mueve dinero pero que no transforma al turista, quien, cuando vuelve a su casa, sigue con su aparatito a la mano con imágenes digitales que más temprano que tarde permanecerán en su obsolescencia. Como las criptomonedas y los tuits. También les obligan a las comunidades indígenas a ponerse una toga para hacer valer derechos, los que difícilmente serán reconocidos, porque tienen un problema serio de juridicidad.
Algunos, a su vez, se animan incluso a la política, sabiendo que hay una brecha cultural que les impide competir en condiciones de igual a igual ¿Pero qué es lo que nos subsiste de aquél pasado? Muchos no se equivocan cuando ven la lengua como un rasgo cultural como hueso duro de roer. Pero lo cierto es que hay algunas lenguas que se mueren, y otras que subsisten porque la lengua de conquista las ha validado, como curanto o cancha o poncho. Entonces ¿qué es lo que preexiste y aún persiste?
Como tantas yuxtaposiciones culturales, éstas nacen de necesidades coyunturales. Se tuerce un símbolo aceptado popularmente y se lo asigna un nuevo sentido. La Tonantzin azteca como madre de Quetzalcóatl, en México pasó a llamarse Virgen de Guadalupe. Ha pasado siempre. Hoy se festejan celebraciones de carnaval, en clave de calendario cristiano, con permisos, cenizas y luego, la culpa fundacional y la penitencia cuaresmal. Las comunidades andinas viven en Suramérica por lo menos desde hace quince mil años.
La llamada civilización judeo-cristiana, que es el barro de la cultura occidental, más o menos, desde hace cuatro mil doscientos años, con la saga de Abraham, Isaac y Jacob. Es interesante encontrar el lugar del diablo para arrimar una hipótesis de nuestras preexistencias.
En el carnaval de Jujuy o el de Oruro, el “pucllay” o diablo o maligno entiende de desentierros, entierros y bajadas. Pero sobre todo de alegría y celebración. Y algo más. En esa celebración, el bien y el mal están fusionados en lo humano. Lo judeo cristiano establece una tajante línea entre el bien y el mal. Y predica desde allí algo que para las prácticas sociales les es imposible cumplir. Y la rectilínea sigue avanzando hacia un lugar donde jamás hallará puerto. El infierno puede ser encantador. Aprendamos del “pucllay”, aprendamos un poco más de nosotros mismos.