Aquellos decretos de hace 50 años

Si tuviéramos que resumirlo: el discurso de odio. Es decir, rechazo, negación, repulsión del que no piensa y obra como lo “hacemos nosotros”. En la bolsa caen ideas políticas, identidades sexuales y culturales, algunos otros aspectos de la propia esencia de grupos humanos.

Por Ricardo Miguel Fessia.- Según se lo quiera ver, o arrancamos el año con un alto nivel de virulencia política o ese mismo clima no tuvo receso. Creo que las diferencias son mínimas al punto que no amerita ocupar tinta. Lo cierto es que en una canicular tarde de sábado muchas gentes marcharon bajo consignas bastante conocidas si bien, creemos, cada uno y una, tenía otra consigna que en verdad lo movía para semejante empresa. Lo cierto es que la marcha fue un éxito definitivo y sin reparos.

¿Esto quiere decir que en el adelante el Gobierno revisará su discurso o dará marcha atrás en alguna de sus medidas? Para nada, no se moverá de su camino ni un solo milímetro. En esa mezcla rara de paranoia, soberbia e irresponsabilidad, lo lleva a un punto del que no hay regreso. Por lo que sabemos, sus principales operadores no quitan el ojo de las encuestas y sondeos de opinión que todavía arrojan guarismos que superan el 40%. No observan que Alberto y Cristina, luego del primer año -de encierro-, por lo menos doblegaban ese porcentaje y según algunas mediciones llegaba al 85%. Ahora, el vendedor de autos de segunda mano -según lo llaman un ingenioso columnista dominguero- no pude salir a la calle a pasear el perro.

El sentido de estas pocas líneas tiene que ver con esta realidad, pero referenciado en hechos del pasado que responden a estos ejes convocantes. Si tuviéramos que resumirlo: el discurso de odio. Es decir, rechazo, negación, repulsión del que no piensa y obra como lo “hacemos nosotros”. En la bolsa caen ideas políticas, identidades sexuales y culturales, algunos otros aspectos de la propia esencia de grupos humanos.

El miércoles 5 de febrero de 1975, la presidente Isabel Martínez de Perón, junto a siete ministros del Poder Ejecutivo, firmaron en la Casa Rosada un decreto de carácter “secreto”.

Son apenas 9 artículos, si bien los dos últimos son de forma. En su artículo 1, dice que se faculta al Ejército la ejecución de “las operaciones militares que sean necesarias a efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos” en la provincia de Tucumán.

Con motivo de los juicios recientes -iniciados hace dos décadas-, se intentaron vanamente analizar la extensión y el carácter del término “aniquilar el accionar”, pero ya faltaba mucha gente y sobraban certidumbres.

La agenda de ese verano estaba marcada por la convocatoria a paritarias por la sempiterna actualización de los salarios y el posible llamado a la elección de Vicepresidente, cargo que había quedado vacante tras la muerte del presidente.

La vice en ejercicio estaba hospedada en una base naval cuando decidió la intervención del Ejército en Tucumán con el llamado pomposamente “Operativo Independencia”.

En las urdimbres del poder, el jefe de la Armada y el super-ministro de Bienestar Social pugnaban por el manejo de la atribulada viuda del general.

En el devenir rutinario de la temporada estival se percibía cierto malestar por la creación de la Secretaria Privada de la presidencia a instancias de agente policial retirado José López Rega. Era el hombre fuerte de la estructura del poder; había compartido años del duro exilio con Perón e Isabel en las afueras de Madrid, en Puerta de Hierro y por lo tanto era la envidia de todo “peronista” ya que había sido formado en la doctrina por el propio conductor. Seguía sus enseñanzas a pie juntillas y nadie podía saber más que él de ideología y de acción.

Ahora acompañaba día y noche a la Presidente al punto que hasta pernoctaba en la residencia de Olivos.

Luego de la muerte violenta del comisario Alberto Villar, jefe de la Policía Federal, en un espectacular operativo del grupo Montoneros, referenciado con el gobernante partido político, en noviembre de 1974, era López Rega quien detentaba el mayor poder para la represión no institucional. Había creado tempranamente la temible Triple A con recursos del Ministerio de Acción Social, un cuerpo de élite que se encargaba se secuestrar, torturar y matar a una gran cantidad de personas.

Sabido esto por todos, nadie del Gobierno, ni del Partido Justicialista, siquiera chistaba. El Ministro admiraba desde su juventud al General y recordaba con embeleso esos frenéticos discursos desde “el balcón” y se imbuía de los aportes doctrinarios de otros referentes como Ottalagano y Lacabanne. No existía ni la diversidad, ni las minorías, si bien a veces estos luchadores recogen cierta ingratitud del sistema al que protegen.

En el ámbito del Poder Ejecutivo había clima de verano. La Presidenta tomaba unos días de descanso en la Unidad Turística Chapadmalal. Por las mañanas luego del desayuno hacía paseos en auto por Cabo Corrientes y la Playa Bristol de Mar del Plata. También caminaba las calles del balneario acompañaba de López Rega y otros colaboradores.

La Secretaría de Prensa le acondicionó una habitación del Hotel Provincial para que disfrutara del Gran Premio de Brasil de Fórmula Uno, con un equipo con sistema francés de televisión en color.

Pero no dejaba de lado el trabajo. Recibió al ministro de Defensa Adolfo Savino, al jefe de la Policía Federal Luis Margaride, y también a los sindicalistas Lorenzo Miguel y Casildo Herrera.

Pasados unos días de tranquilidad, Lopecito, como gustábale llamarlo al General, decidió distanciarse de la rutina presidencial, dejó a Isabel al cuidado de su yerno, y subsecretario de Prensa y Difusión, Jorge Conti y del peluquero Bruno Porto, y se fue a Brasil.

Hacía tiempo quería hacer ese viaje y no encontraba el momento. El Ministro fue a conocer un terreno que le había comprado Claudio Ferreira, un brasileño amigo, umbandista, que había conocido en la casa de su Madre Espiritual, Victoria Montero, en los años ’50.

El espacio estaba sobre la playa Arena Blanca, en el municipio de Sombrío, al sur de Santa Catarina. Tenía 350 metros de frente y 1.000 de fondo. Aspiraba a construir un complejo hotelero.

En el camino, fue detenido en el balneario de Torres junto a Ferreira y sus custodios Miguel Ángel Rovira y Rodolfo Almirón, quienes muchos años más tarde serían procesados en la causa de Triple A.

El conserje de hotel Sao Paulo Palace se asustó por el nivel armamentístico -supuso que llegaban para robar el banco-, y alertó a la policía. El 25 de enero, al amanecer, ocho policías irrumpieron en la habitación de López Rega, lo detuvieron y esposaron.

El Ministro les mostró una cédula de identidad brasileña a nombre de “José López”, con domicilio en Uruguayana, pero como la verificación de su autenticidad se demoraba, López Rega explicó que era el secretario privado de la presidenta argentina y el resto de los detenidos eran sus colaboradores. Al cabo de unas horas lo liberaron. Producto de su generosidad, cuando se marchó, regaló postales que promocionaban el Mundial 78.

Pero regresado al país se anotició que Isabel Perón había abandonado la Unidad Chapadmalal y se había hospedado en la Escuela de Suboficiales de Infantería de Marina, en Punta Mogotes. Su director, el capitán de fragata Roque Funes, ya había dispuesto un cuarto para que hiciera gimnasia y refaccionó otro para que lo usara de estudio. López Rega entendió que, aprovechando sus cuatro días de ausencia, la Armada había tendido un cerco sobre Isabel. Era la primera vez que la Presidente salía de la órbita de su control.

Como es bien sabido, desde el terrible y criminal bombardeo de junio de 1955, Perón se había llevado una fuerte enemistad con la Marina y parecía que nunca lo podría superar. Tal vez algunas urgencias, tal vez alguna recapacitación, tal vez una estrategia, pero fue el viejo General que saldo su histórica enemistad y había designado como jefe del arma a Emilio Eduardo Massera, uno de los partícipes de aquella masacre que dejó muchos muertos. Su presencia, expuesto al viento y al frío, un mes y medio antes de su muerte, en la base naval de Puerto Belgrano, con Massera como anfitrión, de alguna manera era muestra clara del perdón con la fuerza del mar.

Siempre dispuesto a jugar fuerte y con una estrategia tan clara como oculta, era Massera el que cruzaba el Rubicón y se convertía en anfitrión de Isabel, la viuda de quien había jurado rencor eterno. Ninguno de los dos era de amenazar, pero la disputa en torno a la Presidente estaba de manifiesto.

El “Brujo” desde el primer momento desconfiaba del “Negrito” y este gesto de cortesía no era gratuito. Sobre los últimos días del 74 en una reunión de los hermanos masones de la “Logia P2”, donde ambos eran miembros, se cruzaron a los gritos ante todos los otros concurrentes.

Nunca se pudo comprobar, pero siempre se comentó que apenas ello, el Ministro ordenó a un grupo de sus cuantiosos matones terminar con la vida del marino, en tanto que éste planeó, con la gente de inteligencia y de acción de la fuerza, el incendio de por lo menos dos Falcón con los que se movían los custodios del poderoso hombre del ejecutivo, de forma que le quede en claro lo que era capaz de hacer.

Pero si algo faltaba, fue que apenas regresado de Brasil, López Regla fue a la Escuela de la Armada para reunirse con la Presidente y en la misma puerta de acceso al inmenso predio, la guarda no levantó la barrera.

La estancia de Isabel en la base naval fue el anticipo del despliegue de las Fuerzas Armadas para la “lucha antisubversiva”. En una de sus reuniones con el comandante del Ejército Leandro Anaya, éste le planteó la necesidad de intervenir con operaciones concretas para detener la avanzada de los grupos subversivos en Tucumán.

En la interna del Gobierno, que la represión se institucionalizara en tropas militares implicaba una pérdida importante del poder de López Rega. Hasta entonces esa tarea se libraba desde fuerzas clandestinas reunidas bajo el sello de la Triple A. Él, desde el Estado, había sido su impulsor original. En su origen, la Triple A se había creado para enfrentar a “los infiltrados en el Movimiento”, llamada en general la izquierda peronista, y luego se había ampliado a los “zurdos”, armados o no armados, peronistas o no peronistas. Para las Fuerzas Armadas, la “lucha contra la subversión” excedía las fricciones internas del peronismo, por más violenta que fuesen. Para ellos era la guerra contra el comunismo y en defensa de los valores de occidente. En las academias militares se habían instruido en ello.

Luego de su descanso de tres semanas, Isabel Perón volvió la actividad en la Casa Rosada el lunes 3 de febrero. Los temas de la agenda política que reflejaba la prensa eran más o menos los mismos.

Sólo había impactado la irrupción de alrededor de sesenta hombres armados, que colocaron cuatro bombas en las máquinas rotativas del diario La Voz del Interior de Córdoba. En su explosión había volado una buena parte. Isabel fue a almorzar dos veces a lugares públicos, una vez a La Cabaña y otra en el Hotel Plaza, acompañada de ministros y colaboradores.

Al día siguiente festejó su cumpleaños 44 en la residencia presidencial. Una multitud se acercó al portón para saludarla y la Presidenta correspondió la gratitud con un saludo desde un helicóptero, en un corto vuelo por los alrededores de Olivos.

El miércoles 5 de febrero, Isabel presidió la ceremonia de entrega de sables a nuevos oficiales de las tres armas en el Teatro Colón, junto a los tres comandantes de las Fuerzas Armadas. Ese día firmó con su gabinete el decreto secreto que habilitó la intervención militar en Tucumán. Dos días después ya estaba descansando en el Hotel Llao Llao de Bariloche, aprovechando las fiestas de Carnaval. La acompañaba López Rega.

Sin perder tiempo y en cumplimiento de lo ordenado por las autoridades políticas, las tropas militares comenzaron a desplegarse en Tucumán el mismo domingo 9 de febrero en largas caravanas por la ruta 38.

Se concentraron unos 3500 efectivos, desde Lules hacia el sudoeste, casi hasta el límite con Catamarca. Lo secundaban tropas de la Gendarmería, la Policía Federal y la provincial. Los militares también se instalaron en Acheral, a 45 km al sur de San Miguel de Tucumán. Era un pueblo de dos mil habitantes que en mayo de 1974 había sido tomado por algunas horas por el ERP, y se vio a guerrilleros desfilar con uniforme verde oliva y fusiles al hombro.

Los comunicados oficiales sobre la intervención militar comenzaron a emitirse por la tarde del domingo 9, por radio y televisión. Se leyeron dos. Uno era de la Secretaría de Prensa y Difusión que en un pasaje decía: “La Argentina marcha hacia su destino de potencia. Es nuestro triunfo. El triunfo del pueblo. La victoria de la voluntad mayoritaria de la ciudadanía que votó libremente su destino de grandeza. Combatir a los enemigos del pueblo se convierte así en un imperativo de la hora actual”.

Otro comunicado era de estricto corte militar y correspondía a la pluma del general Acdel Vilas, de la V Brigada de Infanterías. Sostenía que la operación del Ejército tenía por objetivo “restituir la tranquilidad a sus habitantes alterada por el accionar de delincuentes subversivos que pretenden explotar la impunidad que garantiza la imposición del miedo”.

En Buenos Aires, el ministro del Interior Rocamora manifestó que, con el decreto, la autoridad presidencial se mantendría “incólume” y las Fuerzas Armadas acatarían el orden constitucional. En cuanto a la duración del operativo sostuvo: “…habría que preguntárselo a los guerrilleros. Dependen de cuánto duren ellos”, términos en tono de sorna.

Los actores políticos pronto respondieron. En general todos rechazaron la intervención de esta forma. Raúl Alfonsín criticó que el Congreso hubiese sido marginado y con ello el Poder Ejecutivo no contribuía a consolidar el proceso político y ponía en evidencia “la ineficacia del gobierno para solucionar un problema ajeno a esa fuerza (el Ejército)”. De igual forma y en esa línea discursiva atacó la Ley de Seguridad para combatir la guerrilla “que en realidad amenaza a dirigentes políticos y gremiales que luchamos por la liberación nacional”.

Como era previsible, desde el primer minuto del domingo 9 de febrero de 1975, las tropas militares actuaron sin ningún control político ni judicial. El gobernador peronista Amado Juri, elegido el 25 de mayo de 1973, como buen oficialista, dijo que prestaba su “más amplio apoyo a las operaciones militares”. De hecho, en adelante fue una figura decorativa. El poder lo tenía Acdel Vilas que instaló su centro operativo en la localidad de Famaillá. Tomó la escuela del pueblo y la convirtió en el primer centro de detención ilegal durante gobierno de democrático que luego se conoció como “La Escuelita”.

Todo este proceso de violencia sin límites en verdad venía de algún tiempo antes. Desde la asunción de la presidencia, Perón había confiado en la Policía Federal para hacer frente a la guerrilla. Tras su muerte, las Fuerzas Armadas fueron obteniendo una autorización progresiva para la represión.

En agosto de 1974, luego de que ERP intentara asaltar el Regimiento 17 de Catamarca, el Ministerio de Defensa autorizó la acción militar para aprehender a una veintena de guerrilleros que habían quedado aislados en una lomada, cuando emprendían la fuga.

Grupos del Ejército salieron en su encuentro, los cercaron y luego de la rendición, los mataron con tiros en la nuca. Los diez y seis fueron sepultados como NN en un cementerio de la zona.

Tanto el gobernador de Catamarca –Montt-, como el de La Rioja –C. Menem- y la propia Presidenta felicitaron a las fuerzas de seguridad y al Ejército por los servicios a la Nación.

La conducción del ERP resolvió responder a semejante barbarie con medidas parecidas y en proporción. No había nombres en particular sino a medida que se den las posibilidades. En dos meses ejecutaron a nueve oficiales del Ejército en distintos lugares. Uno de ellos, el último, fue el capitán Humberto Viola que cumplía funciones en Tucumán, en diciembre de 1974. Fue ejecutado cuando estaba entrando el coche a su casa. También cayó su hija de tres años, María Cristina. Fue la última ejecución dispuesta por la conducción del grupo.

Al mes siguiente, enero de 1975, las tropas del Ejército, aún sin el decreto presidencial, comenzaron a rastrillar Famaillá y Monteros en busca de campamentos guerrilleros asentados en la selva. En uno de los operativos de reconocimiento, el 5 de enero de 1975, cayó un avión militar en la zona boscosa y provocó la muerte del jefe del III Cuerpo de Ejército, general Eugenio Salgado y el jefe de la Brigada V, general Ricardo Muñoz y otros once oficiales.

Como consecuencia, el general Carlos Delía Larroca fue designado jefe del III Cuerpo y el general Vilas, de la V Brigada, quienes comandaron el “Operativo Independencia”, autorizado por Isabel Perón y su gabinete a partir del 5 de febrero de 1975.

Varios años luego, la justicia federal de Tucumán requirió la extradición de Isabel para juzgarla por su responsabilidad en la represión ilegal que sobrevino luego de su firma en el decreto 261/75.

El argumento jurídico para tal convocatoria fue que no podía ignorar la situación ya que en su calidad de primera magistrada había visitado Santa Lucía y Famaillá, donde se habían asentado centros de detención ilegal. Era una nueva causa por delitos de lesa humanidad que afrontaba la viuda de Perón, pero la Audiencia Nacional de España, donde está radicada desde 1981, denegó la extradición. Luego un juez federal de Buenos Aires también la convocó y libró orden de detención, pero nunca se presentó.

En definitiva, el decreto 262/75 no hizo más que acelerar la autonomía de las Fuerzas Armadas frente al sistema político, que la condujo a la toma del poder, y terminó por encarcelar o perseguir a los funcionarios que lo habían firmado y sembrar el terror incontrolado en todo el territorio.

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