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La cultura del apriete

Como ciudadano espero que en 2011 los argentinos dejemos de conjugar ese verbo que tanta amargura nos ha causado. El verbo apretar. ¿Y si nos abrazáramos? No pido tanto. Me bastaría con que nos diéramos la mano.Por Alvaro Abos (Buenos Aires)

Por Alvaro Abos.- ¿Qué espero de 2011? Que el país deje atrás un círculo maléfico que convierte todos los conflictos en peleas frontales, en las que se debe tensar la cuerda hasta el borde mismo del estallido para que el otro ceda. Durante los años kirchneristas, la Argentina ha sido gravemente envenenada por una pócima nefasta: el apriete. Una vieja palabra que los argentinos resignificamos, una expresión que no es sólo invención verbal. Se convirtió en una cultura.

Durante las últimas semanas de 2010, en el país pasaba esto: los jubilados no podían cobrar en una sucursal del Banco Nación porque no había fondos. ¿Por qué no llegaba ese dinero? Porque los empleados del banco que reclamaban una bonificación de fin de año impedían la salida de los camiones que llevaban los fondos. Para pedir una mejora de su salario, unos trabajadores condenaban a otros trabajadores, en este caso, jubilados.

En realidad, para el personal del banco era una manera de llamar la atención, de obtener un espacio en el inmenso teatro social y, de ese modo, conseguir que el poder accediera al reclamo, en el entendimiento de que, por más justo que fuera el beneficio solicitado, jamás sería concedido sin el refuerzo de un «apriete». Al mismo tiempo, a miles de porteños agobiados por el africano calor, nos cortaban la luz. Como en la compañía eléctrica nadie atiende el teléfono para explicar los alcances del corte, los vecinos, desesperados por conseguir la reparación, cortaban la avenida más cercana. A su vez, cada corte, cada calle que quedaba cegada a la circulación, multiplicaba el caos automovilístico. Cientos de miles de ciudadanos quedaban atrapados en las autopistas que circundan la Capital, ya que los vecinos cortan las rutas cuando ellas pasan por un pueblo, ya sea porque demandan que les restituyan el fluido eléctrico, o porque quieren que las autoridades comunales adopten ésta u otra resolución. O porque piden vivienda u otro derecho que consideran conculcado. Mientras tanto, como resultado de otros tantos aprietes, faltan billetes, faltan monedas, falta nafta. El apriete, exacerbado así hasta el paroxismo, se convierte en una lucha darwiniana de todos contra todos.

Quien muestre esto en la televisión o lo cite en un programa de radio o en algún escrito es tachado por el Gobierno de conspirador y golpista.

La Constitución argentina consagra el derecho de peticionar a las autoridades. Ese derecho tiene una traducción argentina: «peticionar» es sentido por la sociedad como un acto absurdo. En la cacofonía de voces y reclamos, quien se limite a «pedir» es un? tonto. Sólo quien apriete será escuchado. La vieja sabiduría popular, traducida en el refrán «el que no llora no mama» ha sido reemplazada por «el que no aprieta no consigue nada».

¿Qué es el apriete? Durante años, la sociedad, harta de no ser oída por sus dirigentes, amasó métodos de protesta que iban más allá de la mera petición. Cortes de ruta y calles se convirtieron en métodos habituales. Los argentinos siempre nos distinguimos por nuestro genio verbal. En estas tierras, nacieron palabras que luego ganaron el mundo. Por ejemplo, «gorila» para designar a persona violenta. Ultimamente, inventamos otra: el «corralito». «Piquetero» viene de una palabra («piquete») con más de un siglo y medio de tradición en la historia de las luchas obreras mundiales. Designaba a los sindicalistas que, en la puerta de las fábricas, trataban de convencer a los obreros para que se plegaran a la huelga. Los argentinos reconvertimos «piquete» en «piqueteros», gente que protesta en la vía pública, causando daño a terceros -a veces a sí misma- para llamar la atención del poder. Apretar, en esta versión argentina, es apremiar, presionar, oprimir a alguien. Los argentinos convertimos un verbo en sustantivo.

El diccionario de María Moliner no consigna la palabra «apriete», sino sólo el verbo «apretar», uno de cuyos múltiples significados es «hacer sentir la necesidad de algo». Apretar viene de una palabra del latín tardío: appectorare, que significaba estrechar fuerte contra el pecho. Apretar viene, pues, de abrazar, pero con tanta fuerza que quien abraza sofoca. Ni más ni menos que el abrazo del oso. Así pues, la etimología del término apriete no se entiende sin referencia a los demás integrantes de la comunidad: se aprieta a quien en realidad se debería abrazar. Apretar es llamar la atención del otro que nos ignora cuando debería ocuparse de nosotros. Apretar es una forma degenerada de vivir en comunidad, una manera enferma de conformar un país. No se aprieta, por ejemplo, a un enemigo exterior: a éste se lo agrede, o bien se confraterniza con él. Porque el extraño, el extranjero tiene su vida propia. En cambio, se aprieta a quien convive con nosotros, al familiar, al prójimo, al compatriota.

Vuelvo a la ilustre filóloga Moliner y a su insuperable Diccionario de u so del español: apretar, dice, es «influir sobre alguien con ruegos, razones, o amenazas, para que haga cierta cosa». Apretar es llevar a alguien al borde mismo de un dolor. Siempre se aprieta cuando el que ejecuta la acción llega a un límite: si se lo transgrede, sucede algo penoso. Ejemplifica María Moliner con varios dichos de antiguo linaje en el habla popular: «Si no te aprieta el dolor, no tomes el calmante», «Dios aprieta, pero no ahoga», o bien aquello de «saber dónde le aprieta el zapato». Otro dicho común que consigna el Diccionario , de inquietante eco entre nosotros, es aquel según el cual «lo están apretando por todos los medios para que dimita».

Las protestas piqueteras, durante la presidencia interina de Eduardo Duhalde, se cobraron dos víctimas: Kosteki y Santillán. El gobierno llamó a unas elecciones que fueron extrañas. Convocadas a dos vueltas, sólo se verificó la primera, que ganó Carlos Menem. De allí surgió el presidente Kirchner. Entonces se lanzó una consigna. El gobierno no iba a reprimir la protesta. Pero la protesta proliferó porque, a pesar de que la economía se recuperó, los niveles de pobreza y desigualdad no se redujeron. El kirchnerismo no se opuso al apriete como forma ilegal o en todo caso injusta de dirimir los conflictos. El gobierno adoptó ese lema (no criminalizar la protesta, aun cuando ella tomara la forma de apriete), pero -como si al mismo tiempo quisiera estar en el Estado y fuera del Estado- recogió la filosofía de la confrontación que estaba en origen del piqueterismo. Todos aprietan y el Estado también. El Estado, durante el kirchnerismo, separó a la sociedad en divisiones esquemáticas. Abrazó la intolerancia, la polarización y la dialéctica nosotros-ellos. Demonizó a sus adversarios, que fueron alternativa o sucesivamente el campo, los medios, la oposición? A los amigos, todo; a los enemigos, nada. Por ejemplo, en la cultura, para sólo citar un espacio, los lugares de privilegio y centralidad, los honores, los cargos, los auspicios, los créditos, los viajes, los sueldos, los jugosos contratos fueron para los artistas que compartían, simpatizaban o en todo caso no se metían con el poder.

Los piqueteros fueron cooptados. Los más feroces pasaron a vivir del presupuesto. Algunos cobraban, otros manejaban la caja y pagaban a otros. Y, de esa manera, el poder y el presupuesto circulaban. Siempre entre los del palo? Pero esa modalidad era peligrosa, porque si bien algunos de los más salvajes apretadores dejaron de apretar, siempre había disconformes que los reemplazaban.

El país creció con altos índices anuales, pero la cantidad de pobres no bajó del treinta por ciento. Y, finalmente, el círculo estalló y ese punto de orgullo del kirchnerismo («ni un muerto?») cedió ante tanto y tanto apriete. Y el Gobierno terminó el año 2010 con varios muertos.

El apriete, en esta significación argentina, está muy cerca de dos conductas tipificadas en el Código Penal: la amenaza (artículo 149 bis), y su derivación agravada, la extorsión (artículo 168). Como en casi todo lo que nos pasa, el apriete no es exclusividad argentina. No debemos caer en otro vicio, la soberbia, que puede aun ensombrecer el apriete. Un ejemplo de apriete practicado en otros países son las huelgas de los gremios del transporte que estallan en las fechas pico, por ejemplo, el inicio de las vacaciones. Quienes han tenido la fortuna de viajar por el mundo, lo saben. En Italia, el sciopero ferroviario es un clásico de los meses vacacionales. Un reciente caso puede tocarnos de cerca. En España, al comenzar el éxodo de las vacaciones de fin de año, se declararon en huelga los controladores de vuelo de los aeropuertos españoles, amenazando a millones de pasajeros. Esa huelga no sólo comprometía las ganancias de las compañías aéreas, sino la vida de los pasajeros. Al gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, quien, bueno es recordarlo por si alguien lo olvidó, pertenece al Partido Obrero Socialista Español, no le tembló la mano. Declaró el estado de emergencia, transfirió el control de los vuelos a la aviación militar del reino de España y conminó a los huelguistas: quien no acudiera a su trabajo sería procesado y, eventualmente, condenado a penas de varios años de prisión. El tráfico aéreo se normalizó de inmediato.

Rodríguez Zapatero zanjó de esa manera un debate viejo: el derecho de huelga, amparado constitucionalmente, ¿se extiende también a aquellos trabajadores de quienes dependen otros valores, por ejemplo, la salud, o la seguridad, para no hablar del derecho a la libre circulación?

De los muchos problemas que la Argentina deberá afrontar en el año electoral de 2011, uno de ellos será el siguiente: cómo eliminar el apriete devenido comportamiento casi automático y cultura predominante, o por lo menos cómo desarticularlo para que no sea la única manera de dirimir conflictos, o de conseguir la atención del otro.

Como ciudadano espero que en 2011 los argentinos dejemos de conjugar ese verbo que tanta amargura nos ha causado.

El verbo apretar. ¿Y si nos abrazáramos? No pido tanto. Me bastaría con que nos diéramos la mano.

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 4 de enero de 2010.

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