Néstor Kirchner murió en un segundo fulminante y crucial. Crucial, sobre todo, porque la política argentina no será la misma después del vértigo de esa tragedia. ¿Cómo gobernará Cristina Kirchner el año que le queda de su mandato? ¿Quiénes serán sus asesores ahora que el gran consejero ya no está? ¿Quién o quiénes serán los encargados de ordenar el justicialismo, de transar con los gobernadores y de disciplinar a los intendentes del conurbano? ¿Quién tiene autoridad como para ponerle límites a la ambición sin límites de Hugo Moyano?
El kirchnerismo tiene claramente dos vertientes distintas. Una se inscribe en la política clásica. La otra está inspirada en la épica de los años 70. Una es más realista y la otra es más idealista. Una prefiere la conversación de la política y la otra opta por la violencia tácita de los hechos consumados. Kirchner basculaba entre unos y otros. No porque dudara, sino porque le sacaba a cada uno lo que mejor podía dar para conformar sus propias necesidades.
Los Kirchner fueron una pareja de poder -qué duda cabe-, pero eso no los hacía idénticos a los dos. Néstor Kirchner conocía la condición indispensable de la ingeniería política. Sabía que gobernadores, intendentes y punteros eran la base esencial de cualquier proyecto electoral. A ninguno le preguntaba si venía de la izquierda o la derecha; sólo les pedía a todos que estuvieran de su lado. Después, él se encargaba de colorearlo al viejo metalúrgico Hugo Curto, por ejemplo, con los increíbles trazos del progresismo.
Cristina Kirchner pone conceptos donde su marido ponía práctica. Esos conceptos crean mundos de amigos y de enemigos, en los que sólo caben el bien y el mal. Kirchner también tenía una lógica binaria -cómo no-, pero sus enemigos no eran conceptuales, sino fácticos. Ni aún en sus épocas de legisladora, la Presidenta toleró la gimnasia del diálogo, la negociación y la concesión. Prefería perder antes que conceder. Una vieja leyenda cuenta que cada vez que Néstor Kirchner amagaba con una negociación, su esposa lo frenaba con un par de preguntas devastadoras: «¿Y los principios? ¿Nos olvidaremos de los principios?» Cierta o no, la anécdota describe bien la diferencia fundamental que había entre ellos.
El kirchnerismo nutría el pragmatismo de su líder con algunas figuras que todavía están. Entre esos viejos artesanos de la política (a los que a veces el ex presidente muerto los obligaba a desconocer su propia historia) pueden inscribirse el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández (que es mucho mejor cuando calla que cuando habla); el ministro del Interior, Florencio Randazzo (que no olvidó, aunque parezca lo contrario, que la política es un juego de equilibrios inestables); el presidente provisional del Senado, José Pampuro (uno de los pocos kirchneristas respetados por la oposición); el presidente del bloque de senadores oficialista, Miguel Pichetto (que nunca dejó de negociar, aunque Kirchner le destruía al final todos los acuerdos), y el jefe del bloque de diputados oficialista, Agustín Rossi (que fue un conciliador antes de frecuentar cierto fundamentalismo tardío).
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La otra veta, la del fanatismo y la del famoso lema de la «profundización del modelo», la encarnan el secretario legal y técnico de la Presidencia, Carlos Zannini; el secretario general de la Presidencia, Oscar Parrilli, y el diputado Carlos Kunkel, a quien Kirchner consideraba un consejero indispensable. Hay algunos más, pero carecen de relevancia. Una bisagra entre ambos grupos la corporiza el ministro Julio De Vido, que sirve tanto para conciliar como para romper. Nunca fue, además, un preferido de la Presidenta. De hecho, Cristina Kirchner estuvo a punto de echarlo antes de asumir la jefatura del Estado. Una insistente presión de su marido (que incluyó fuertes operaciones mediáticas inspiradas por el propio Kirchner) terminó confirmándolo en el cargo.
El triunfo de las «palomas» o de los «halcones» marcará la tensión o la distensión de los meses por venir. Los moderados se impondrán si la Presidenta descubre que ya no está el nexo natural que había entre el Gobierno y la estructura del partido gobernante. Cristina Kirchner nunca le dedicó un segundo de su vida al entretejido político, ni dentro ni fuera del peronismo. La victoria de los duros sucederá, en cambio, si la jefa del Estado se convenciera, como parece haberse convencido en los últimos meses, de que ella no lidera una reforma, en el mejor de los casos, sino una revolución. Ella fue la primera en llegar a la certeza de que el mensaje de las últimas elecciones fue la necesidad de «profundizar el modelo» que había perdido.
La escenografía del sepelio, ayer, dio las primeras muestras de que Cristina Kirchner se volcaría hacia los fundamentalistas. Miles de personas, muchas espontáneas y otras tantas movilizadas, desfilaron por la Casa de Gobierno; sobraron las consignas sectarias. La ciudad, sin embargo, no alteró el ritmo normal de su vida cotidiana. Una enorme mayoría social optó por cumplir con los menesteres de todos los días: respetó sus horas de trabajo, fue al banco, consultó con su médico, departió con amigos en un café, hizo las compras necesarias y no cambió el decurso natural de la vida.
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Las cosas excepcionales estuvieron en el lugar de la capilla ardiente. Una Presidenta entera, que contuvo como pudo el llanto y la emoción, aguantó durante horas aferrada al féretro de su esposo muerto. Algo inusual ocurrió también: la Presidenta no dejó espacio para que la saludaran dirigentes opositores como Mauricio Macri, Ricardo Alfonsín y Francisco de Narváez, que llegaron de inmediato al sepelio.
Ni siquiera los miembros de la Corte Suprema de Justicia pudieron darle la mano a la jefa del Estado, advertida por Parrilli, no obstante, de que estaban a su lado los máximos jueces del país. Moyano (que atropelló el ritual oficial y chocó con el recibimiento gélido que sólo Cristina Kirchner puede darle a alguien) y Diego Maradona fueron los únicos que rompieron el férreo cordón protocolar que rodeaba a la Presidenta.
Aníbal Fernández recurrió con lealtad a Julio Cobos y a Eduardo Duhalde para decirles que era mejor que no fueran. ¿Para qué? Hubieran sido blanco de la ira de los manifestantes, que ya se habían pasado gran parte de la noche anterior vituperando a Cobos más que elogiando a los Kirchner. Tampoco la Presidenta los extrañó. Es la verdad.
¿Cuánta sensibilidad ha perdido la sociedad argentina en estos años para que hasta la muerte resulte impotente ante la marea del odio y el rencor? ¿Qué vientos se sembraron para recoger estas tempestades? La muerte de Perón no provocó tanta crispación en 1974, aunque también es cierto que el anciano líder había regresado consensual y moderado, como no lo había sido durante sus primeras presidencias. La muerte de Raúl Alfonsín, hace un año y medio, sólo promovió la nostalgia social de tiempos más amables. Es una lástima, al final de cuentas, que un ex presidente haya sido despedido de este mundo por el agresivo kirchnerismo que creció bajo su sombra.
Fuente: Joaquín Morales Solá, diario La Nación, Buenos Aires, 29 de octubre de 2010.