Dice Oscar Puiggrós, abogado y ex ministro opina que no se construye marcando sólo las diferencias.
Por Carmen María Ramos
Salvo en sus ya lejanos orígenes como fundador de la democracia cristiana, de la que se alejó en 1960, Oscar Puiggrós no militó en partido político alguno.
Sin embargo, en su larga trayectoria pública fue dos veces ministro, primero de Frondizi, en cuyo gobierno ocupó la cartera de Trabajo, en 1962, y luego de Lanusse, en Bienestar Social, en 1972. A partir de 1983 integró el Consejo para la Consolidación de la Democracia y fue embajador en Portugal durante el gobierno de Raúl Alfonsín.
“Gobierno y oposición no deben actuar como enemigos”, dice Puig-grós, que es en la actualidad presidente de la Academia del Mar, desde donde promueve y patrocina diversos seminarios.
Se recibió de abogado en la Universidad de Buenos Aires en 1945, año clave en la política argentina. Y si bien dice que no es “antinada”, reconoce que nunca compartió el extendido entusiasmo de la época por el peronismo. “Creo que ese movimiento levantó banderas muy legítimas. Pero también creo que las pervirtió”, sentencia.
Pasaron 60 años, pero, a su entender, los avatares argentinos no hicieron sino multiplicarse, camuflados bajo distintos ropajes ideológicos y políticos. “Esto es así porque los problemas argentinos son culturales, y mientras la economía no esté al servicio de la política y la política no esté al servicio de la ética y del bien común de los ciudadanos, ni la política ni la economía le van a servir a la sociedad para afrontar los desafíos que la acosan».
-¿Estamos construyendo la sociedad futura o la seguimos destruyendo? A su entender, los sucesos cotidianos no nos dejan ver el proceso, prever el perfil del mundo por venir y el papel que tendrá el país dentro de ese escenario.
-Los grandes estadistas quieren el poder para cumplir determinados objetivos. Me parece que en la elección que se avecina estarán más exteriorizadas las vocaciones de poder que las vocaciones de servicio.
-Usted se ha detenido en el análisis del hombre mediocre del que hablaba José Ingenieros en las primeras décadas del siglo XX. ¿Qué fue de él desde entonces?
-En esta sociedad aparecen claramente las características del hombre mediocre. No importa cuánto sepa de su materia específica porque, más allá de toda inteligencia, la mediocridad está en la falta de sensibilidad y de una buena disposición para acordar normas de convivencia. Nuestra actual dirigencia, la que goza del poder y también la opositora, no muestra síntomas de auténtico renunciamiento en su competencia por los liderazgos. Los pobres debates se limitan a señalar las diferencias, y no los acuerdos. Así no se construye. No hay creatividad, no se promueve la excelencia. Se acentúa la discordia social y no la paz. Creo que esto es particularmente peligroso en tiempos en que el mundo nos está mostrando trágicas escaladas de violencia, que alejan la perspectiva de la paz.
-¿Cómo corregir esta realidad?
-Yo insisto en la matriz cultural de nuestros problemas, entendiendo por cultura un estado de ánimo para la convivencia, para saber vivir con los demás, para conocer sus defectos, debilidades y sensibilidades. Políticos ignorantes y rapaces hubo en todos los tiempos y bajo todos los regímenes, pero encuentran mejor clima en sociedades sin ideales y sin cultura. Tal vez tengamos que hacer todos nosotros un acto de contrición colectivo, ya que desde hace largos años venimos tropezando sin aprovechar experiencias ni rectificar errores, sin asumir compromisos ni afirmar valores sustanciales para construir una sociedad apoyada en la libertad y en la solidaridad. Hoy las luchas por una cuota de poder tiñen el escenario político nacional y relegan a segundo plano los verdaderos intereses del bien común; se muestra, así, el raquitismo político-cultural que nos abruma, desaparecen los anticuerpos indispensables y se debilita la sociedad para afrontar los desafíos que nos acosan.
-La socióloga Marita Carballo sostiene que los argentinos, mucho más que otros ciudadanos del mundo, creemos que hay que tener cuidado cuando tratamos con la gente, que el de al lado nos puede perjudicar. Y dice que esa actitud nos hace mal, porque no nos permite generar capital social. ¿Comparte esa opinión?
-Esa desconfianza, efectivamente, nos hace mucho mal. Para superarla hay que empezar por el juicio autocrítico. Cómo no vamos a decir que la sociedad argentina es desconfiada si tiene el ejemplo perpetuo de sus más conspicuos representantes, tanto del gobierno como de la oposición, que no hacen más que señalarse mutuamente los defectos, sin la menor capacidad de autocrítica ni de diálogo. Gobierno y oposición están en diferentes funciones y responsabilidades, pero no es atinado actuar como adversarios o enemigos, ya que deben coincidir en lo sustancial, que son los intereses de todo el pueblo.
-Si nos basamos en la experiencia de las últimas décadas, suena utópico?
-Pero es que descartar el diálogo como procedimiento natural para corregir o perfeccionar medidas de gobierno es una forma equivocada de entender la democracia, es violar uno de sus más sólidos apoyos. En una sociedad siempre hay intereses contrapuestos, pero si lo que queremos es la paz, tenemos que esforzarnos por encontrar puntos de acuerdo antes que opiniones siempre descalificatorias hacia el otro.
-¿Lo dice por Kirchner?
-Cuando el Gobierno descalifica a la oposición, comete un gravísimo error antidemocrático, porque la oposición es un elemento fundamental del sistema. Kirchner debe ser el presidente de la paz y no el presidente de la discordia. Debe superar los conflictos, resolverlos. Y debe cuidar el tono. Su tono es de resentimiento.
-¿A qué lo atribuye?
-No lo sé. Tal vez algunos hechos ocurridos en su juventud puedan explicarlo. Su paso por la universidad en los trágicos 70 tal vez explique el tono de rebeldía que caracteriza buena parte de sus exposiciones, que no se atenúa frente a un escenario mundial y local que exige la máxima prudencia en las decisiones, sobriedad en el lenguaje y extrema responsabilidad. El Presidente tiene una formación intelectual y una posición tomada frente a las dictaduras, un compromiso con la defensa de los derechos humanos y con la libertad. Debe mantenerse en ese camino y no permitir que se cuelen en su entorno la ficción y la hipocresía en la descalificación de valores fundamentales.
-¿Por qué lo dice?
-Porque me preocupa el tema de los derechos humanos y me parece que pone de manifiesto, como pocos, el problema de falta de objetividad y de amor a la verdad. Hay una gran hipocresía, una actitud maniquea. Falta una objetiva defensa de los derechos humanos. Se alientan recuerdos trágicos y se renuevan resentimientos y rencores. Los prejuicios que prevalecen son tremendos.
-¿También en la oposición?
-En materia de derechos humanos, hablo del gobierno de Kirchner. Si bien, hay que reconocerlo, por acción o por omisión, todos hemos participado durante más de medio siglo en errores, fallas de conducta y, muy especialmente, en soslayar el análisis inteligente de nuestras duras experiencias. Todos somos en algo, por acción u omisión, responsables y víctimas. Hoy, gobierno y oposición se alinean para anularse mutuamente, como si no estuviéramos unos y otros frente a una tragedia común: el derrumbe de las instituciones fundamentales de la sociedad, graves desafíos económicos y, lo peor, la declinación cultural política y la débil disposición para recuperar los hábitos que aseguran la convivencia pacífica. El oficialismo se debate en permanente conflicto entre correligionarios. La oposición no tiene el mínimo oxígeno que la fortalezca y sólo atina a la crítica permanente, sin ofrecer programas alternativos inteligentes.
-¿No cree que cuando el problema es de todos, no es de nadie?
-La realidad demuestra que seguimos en cotidiana polémica, patinando sin avanzar y con grave riesgo de tropezar con los mismos escollos que nos trajeron a la turbulenta actualidad. Ni el oficialismo ni la oposición tienen la grandeza de convocar a un auténtico diálogo. La excusa es la mutua desconfianza. Prefieren mantener la distancia. En estos últimos tiempos en que la economía sobrepasó a la política y ambas a la ética, el fecundo examen autocrítico se ha vuelto casi inexistente, y por eso creemos que no han sido los errores económicos y los políticos los mayores responsables de nuestra decadencia, sino el derrumbe moral, que se ha extendido a buena parte de los que mandan. Pero la historia ha dejado enseñanzas que no deberíamos desatender. La caída de grandes imperios, como el romano, no se produjo por una crisis económica, ni por conflictos externos que trajeron derrotas, ni por conquistas frustradas o por luchas intestinas: la causa principal fue la corrupción generalizada, extendida e incorporada a la vida normal de la sociedad romana, que se fue acostumbrando a ella.
-¿De dónde salen nuestros actuales dirigentes? ¿Quiénes son los que mandan?
-No hay una usina de dirigentes. No hay una escuela de administración pública que forme cuadros estables, bien formados y bien pagados, que permanezcan más allá de las gestiones políticas. La actual dirigencia es producto de procedimientos legítimos e ilegítimos para conseguir alguna cuota de poder. En el subconsciente de muchos candidatos -no digo todos-, está el pensar que participar del gobierno es tener privilegios, no importa de qué tipo ni a costa de qué o quién. Esto ha ido construyendo una idiosincrasia extremadamente dañina para la conformación de una verdadera clase dirigente. De no ser así, tampoco se entendería esa porfía por permanecer, por mantenerse, por eternizarse en los cargos.
-A propósito, ¿qué opina de las reelecciones presidenciales?
-Estoy totalmente en desacuerdo, porque creo que una de las reglas fundamentales de la democracia es la alternancia del poder. Hemos tenido, en nuestro país y en otros, resultados negativos para el orden jurídico, para la estabilidad social, para la salud institucional, a cargo de voraces aspirantes a retener el mando. Radicales, peronistas, militares: todos minimizaron la inteligencia del hombre argentino. Grave error, porque la gente no es tonta. Lamentablemente, para muchísimos argentinos no hay opciones, o las que se les presentan no los atraen, pero si éstas se dieran y se explicitaran claramente, el ciudadano podría elegir con claridad y con responsabilidad. La ciudadanía vota entre las opciones que se le presentan, pero no se siente representada. Este deterioro del sistema de representatividad es un hecho gravísimo, que debilita la democracia.
-Alvear decía: «Cada uno de mis ministros podría ser presidente». ¿Cree que hoy, en cambio, se niveló hacia abajo?
-En esto fueron determinantes las sucesivas rupturas del orden institucional. Yo fui ministro de Trabajo de Frondizi y los mismos que sacaron a Frondizi -no otros, los mismos- hoy dicen que fue el mejor estadista de esa época. Uno de los grandes problemas argentinos es esa vocación maniquea, según la cual todo es blanco o negro, bueno o malo. La controversia y la polémica son rutinas que no logramos superar. Son muestras de nuestra incultura, hoy acentuada.
-¿Fue Frondizi un estadista?
-Creo que lo fue. Ahora, si yo tuviera que hacerle una crítica a Frondizi es que se adelantó a sus tiempos. También que tal vez no supo evaluar con precisión los intereses que su pensamiento y su programa de gobierno estaban lesionando.
-Su encuentro con el Che Guevara ¿fue un error?
-Creo que fue un argumento que le resultó muy útil a quienes se estaban moviendo para sacarlo del gobierno.
-Insisto: ¿fue un error?
-Creo que sí.
-¿Qué opina del proyecto de ponerle Che Guevara a una avenida de la Capital Federal?
-Me parece horrible. Porque el Che no trabajó para la paz. No cuestiono su pensamiento íntimo: al fin y al cabo, la antesala del infierno está llena de bienintencionados. Pero creo que fue un hombre profundamente equivocado. Yo no soy partidario de ninguna violencia. Ni de la de países muy importantes, que dicen estar en contra de la violencia, pero que la ejercen, ni la de otros que atacan a esos países y que son igualmente violentos. Son todas las contradicciones que ahora vemos en materia de derechos humanos.
-Después de Frondizi, pasaron diez años y el general Lanusse le ofreció el cargo de ministro de Bienestar Social. ¿Le pesa haber participado en un gobierno militar?
-No me arrepiento, aunque la historia me haya desmentido. Y nunca me sentí recriminado. Yo fui un sándwich entre Manrique y López Rega. Cuando me ofreció el cargo, le advertí a Lanusse que yo estaba en contra de los golpes militares. Le pregunté si me ratificaba lo que había anunciado: que en un año llamaría a elecciones. «Ese es mi compromiso», dijo. Y así fue: a los diez meses llamó a elecciones. Lo que ocurrió después es otra historia. Creo que el único golpe que se podría justificar fue el de 1955, por el cariz dictatorial que había tomado el gobierno del general Perón. Por eso creo que la Libertadora fue inevitable, si bien una vez en el poder no cumplió con los objetivos que parecía tener ni con el programa de gobierno que había anunciado. En ese sentido, fue un fracaso. En cuanto al resto de los golpes militares, creo que todos los demás, sin excepción, fueron un disparate.
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 23 de julio de 2005.