La persona humana tiende –por instinto- a integrarse en la pareja varón y mujer. Si bien, habitualmente, identificamos los términos “hombre” y “varón”, esta ambigüedad de expresión –comúnmente usada- hace suponer una especie de primacía masculina o que el “hombre-varón” asume las formas genéricas de lo humano. Tal equívoco –por extensión- suele aplicarse a los vocablos adjetivos “sexual” y “sexuado”, los cuales –aunque se relacionan entre sí- no califican realidades idénticas, ya que no designan exactamente conceptos iguales. Lo sexual es parte y, aunque muy importante, sólo parte de la vida humana, y actúa como condición social e histórica, es decir, no sólo es una determinación biológica, sino también una exigencia singularmente biográfica, esto es: una experiencia –en particular- de cada ser individual.
Es claro que si nos movemos en la pura teoría analítica, la condición asexuada no interesa necesariamente: en principio, la estirpe humana podría ser “asexuada”, si hubiera sido dotada de una anatomía de reproducción diferente y de una fisiología procreativa distinta. Pero, de hecho, no es así, y por ende, uno de los caracteres o atributos primordiales de la condición existencial del hombre es –sin duda- el “sexo”, que podría considerarse como una “división biológica”, pero no una división que separa, sino más propiamente una “disyunción” que afecta a la Humanidad, no como especie, sino –singularmente- a cada ejemplar del linaje humano. De esta forma, ser “varón” significa estar referido a la mujer, y ser “mujer” es estar referida al “varón”. De ahí que la teoría del “intersexo” o “tercer sexo” (en autores alemanes: Das dritte Geschlecht) no tendría sentido antropológico.
El Yo instalado en su sexo se proyecta instintivamente hacia el otro –el Tú- y su fuerza de atracción biológica –únicamente- o sea, sin considerar aquí el factor psicosexual (“libido”) o carga psíquica erótica, ejerce cierto determinismo de origen congénito a causa de la condición sexuada de varones y mujeres (de allí, pues, el sexo como “fatalidad biológica”) de donde derivan todos los comportamientos –a su vez- sexuados. El asombro que provocó el “freudismo” (la teoría del médico vienés Sigmund Freud, 1856-1939, célebre neurólogo, psiquiatra y sexólogo) en su tesis sobre sexualidad infantil no era, en verdad, sino la “condición sexuada” de la cual trataron –como análisis primario- investigadores psicoanalistas alemanes: Tal condición no sería meramente natural, sino –más aún- social e histórica ( de allí, por ende, el sexo como “fatalidad biográfica”).
Ser hombre, desde el punto de vista antropológico, conforme a la estructura empírica de la complexión humana, significa menesterosidad, desvalimiento, inseguridad, desamparo –biológicamente un ser decepcionante- pero, en contradicción con esa realidad irrebatible y fatal ( de ahí el sentido de “fatalidad” del sexo), aparece la forma en que el hombre ha de ser visto en su relación con la mujer (de allí el destino biográfico de esa “fatalidad”). En ese contraste de vigencia biológica y trascendencia biográfica, el hombre-varón es definido –históricamente- por atributos contrarios: fortaleza, valentía, decisión, seguridad, defensa, virtuosidad. Es decir, él tiene que ser todo eso relación con la mujer; en su correspondencia con ella, él ha de ser lo contrario de lo que -biológicamente- se considera que es, lo cual bastaría para probar el carácter utópico de lo que es el hombre según ciertas concepciones y concesiones antropológicas: La virtud suprema de éste sería la “andreia” griega, algo así como su “masculinidad”, su valor viril, su coraje, lo cual no es un engaño si, lejos de constituir sólo una apariencia, es una aspiración.
El varón no es fuerte, viril, seguro, sabio, valiente y poderoso por naturaleza, pero tiene que serlo por «vigencia», es decir, no está definido por los supuestos atributos de su “masculinidad”, sino por sus necesidades y sus respuestas a los desafíos de su existencia. Y es, precisamente, en estas respuestas a su entorno existencial donde el hombre-varón viene dando vigencia histórica y social –vale decir: biográfica- a las supuestas dotes “masculinas” con que se lo caracteriza. La condiciones o cualidades atribuídas al varón –como la de su “paternalismo”- respecto de la mujer, son muy relativa. Podríase afirmar que existe una esencial paridad entre varón y mujer, y esto es –naturalmente- lo que hace posible el “efecto de polaridad” entre ambos, es decir: la atracción por oposición.
Por cierto que no existe –en términos absolutos- una perfecta igualdad entre varón y mujer, y es justamente por lo contrario que el hombre-varón se siente estimulado a “entusiasmarse” por la mujer. Al respecto, puede sospecharse que hoy existe –en el fondo- cierta declinación psicológica en tal entusiasmo, probablemente por el efecto –acaso- del juego interesado de las conveniencias, unas veces de tipo «económico”, otras de índole “social”, lo que ha ido adulterando el auténtico sentido del principio y concepto antropológico de los sexos caracterizados en uno y otro género (lo “masculino” y lo “femenino”). Pero, normalmente no acontece así, pues naturalmente el varón se proyecta hacia la mujer, y es ella y lo que hay en ella –su instintiva fuerza de atracción irresistible- (ella “llama” para que él “acuda”) lo que determina esa “polaridad” estable entre varón y mujer con vigencia biológica.
Y en tal sentido, la trascendencia biográfica existencial de los sexos daríase –de modo inalterable – en la medida en que se mantuviera el “imperativo natural” –sin distorsiones ni snobismos—de ser el uno para el otro. Hombre y Mujer, hechos para conjugarse mutuamente uno y otro, o sea, para justificar la natural razón antropológica (biológica y biográfica) de nuestra común existencia sexuada.
Así comprendida en su exacta noción natural, la “sexualidad” no es –por sí misma- ni un mal ni un bien (si se la excluye, o de la moral de las acciones privadas, o de la ética de las conductas sociales), sino simplemente una fatalidad biológica, aunque de hecho sea, en unos, “fatalidad biológica”, y en otros, “fatalidad biográfica”. Pero, la vida es así, y cada cual es autor –en parte- de su suerte y –en parte también- de su propia historia. Lástima que nuestras preferencias le importen poco al “destino”.
Jorge S. Muraro
El autor vive en la ciudad de Santa Fe y envió este artículo especialmente a la página www.sabado100.com.ar.