Los tiempos difíciles

Por Rodolfo Zehnder.- Siempre hubo momentos particularmente difíciles en la historia de los pueblos. La humanidad supo de ellos: pestes, hambrunas, cataclismos naturales, violencia, guerras mundiales y de las otras.

Argentina no fue una excepción. Nuestra historia atribulada lo demuestra. Algunos dirán, con cierta ignorancia histórica, que no tuvimos una guerra civil, como sí la tuvieron españoles y norteamericanos, por nombrar algunos. Craso error: la nuestra duró nada menos que decenas de años, si contamos a partir de la victoria en la guerra por la independencia y hasta el último tercio del siglo XIX. Y, amén por la de la independencia, con tres guerras, dos de ellas fratricidas: contra el Brasil, en los albores del siglo XIX (1825-1828), y la tristemente célebre de la Triple Alianza (Argentina, Brasil, Uruguay) contra el Paraguay (1864-1870). La otra, la más cercana, contra el Reino Unido por Malvinas. Gananciosas (aunque esto es relativo) unas, perdidosa la última. No muchos laureles supimos conseguir, en verdad, máxime si los mismos -decadencia mediante- se han venido marchitando en los últimos 50 o más años.

De todos modos, es un clásico argentino la resiliencia, en el sentido de sobreponernos a las crisis, desarrollar inventivas a partir de ellas (cualidad que es destacada en el ámbito empresarial internacional), tropezar para volvernos a levantar. Lástima que a la recuperación sucede otra caída, y así, en repetición. Pareciera que damos crédito -sin saberlo, claro- a la metafísica griega o alejandrina, (opuesta a la bíblica), para la cual la historia es circular, eterna, cíclica, un ir y venir en círculos, un comienzo para andar un camino y luego desandarlo para volver al punto de partida. Y así, in eternum, ad infinitum.

La capacidad de sobreponernos a los infortunios es proverbial, también reconocida internacionalmente (ayuda ser pródigos en recursos naturales y la abundancia de materia gris, a pesar de la que hemos y estamos exportando a todas las latitudes). Hamlet, en el drama de Shakespeare, se debatía ante su dilema existencial: «Ser o no ser, esa es la cuestión. Si es más noble para la mente sufrir las hondas y flechas de la escandalosa fortuna, o tomar las armas contra un mar de dificultades y, oponiéndose, terminar con ellas». Los argentinos parecemos debatirnos entre ambas opciones; sufrimos con cierto grado de aceptación, pero a la vez no nos resignamos, aun sin saber qué camino tomar (de ahí nuestro actual quietismo y pasividad).

Claro que luchar contra los infortunios tiene su costo. La sociedad argentina está inmersa en un mar de desasosiego, de incertidumbre, matizada con cuotas de fatalismo. Expectante, pero con angustia creciente: no se sabe qué deparará el futuro, y hasta qué punto se puede sobrellevar el presente. Hamlet, sabemos, terminó mal: no creemos que ese sea el final para un país con tantas reservas espirituales y capacidades individuales, como también hemos demostrado. Nunca se toca fondo y los pueblos no se suicidan.

El espíritu de afrontar los problemas, claro, no puede significar un voluntarismo ciego, inerte y estéril, desprovisto de acción. Espíritu sin acción es quedantismo, resignación. Espíritu significa, en primer lugar, mirarnos a nosotros mismos: qué hemos hecho para merecer este presente angustioso. Mirarnos el ombligo: qué somos, de dónde venimos, y a dónde queremos llegar. Bueno sería que nuestros dirigentes (y no lo limito a determinado partido político) lo tengan presente, para no cometer los mismos errores. En segundo lugar, espíritu significa pasar a la acción concreta, no cruzarse de brazos esperando que caiga el maná del Cielo: si alguien cree que «Dios es argentino», demuestra una supina ignorancia teológica y de sentido común. Sin desmerecer, claro, el valor que tiene la providencia para los creyentes; pero ese valor no se encasilla en el devenir de determinado pueblo o nación. En tercer lugar, espíritu significa analizar muy bien qué tipo de acción se puede desarrollar, que no puede ser otra que pacifica: nuestro país ha transitado dolorosos períodos de violencia, aun frescos en la memoria: no hay peor herida que la que no termina de cicatrizar. Vías pacíficas significa entender muy bien lo que significa la paz: ésta no es una simple ausencia o carencia, sino que entraña una connotación positiva: es un valor dinámico que se construye cada día, no sin esfuerzo, no sin dolor, no sin resignar posturas en pos de una síntesis superior que alcance a todos. Como lo definiera Gene Sharp («La política de la acción no violenta»), la acción no violenta es una técnica por medio de la cual las personas que rechazan la pasividad y la sumisión pueden llevar adelante su lucha sin violencia. La acción no violenta no es un intento por prevenir o ignorar el conflicto. Es una respuesta al problema de cómo actuar efectivamente en política, especialmente cómo ejercer el poder de manera efectiva. Como dijo Mahatma Ghandi: «La no violencia es la mayor fuerza a disposición de la humanidad. Es más poderosa que el arma de destrucción más poderosa concebida por el ingenio del hombre». Simbólicamente, en la entrada de la sede de Naciones Unidas en Nueva York luce una escultura del artista sueco Karl Reuntersward: un arma anudada; y como tal, inútil.

Y estamos llenos de violencia. Se palpa en el tránsito, cuando al menor descuido cualquiera es víctima de insultos. En las calles, cuando se bloquean caminos y rutas, en defensa de determinados intereses, pero atentando contra el bien común o el interés general. En la política, cuando llueven los improperios, descalificaciones, entre partidos antagónicos. En la búsqueda por hacer justicia por mano propia, en clara demostración del fracaso del sistema judicial. Se padece cuando el legítimo ejercicio del poder se convierte en autoritarismo, o -en el otro extremo- en la negación lisa y llana del principio de autoridad. Cuando las mayorías silenciosas -esa «Argentina profunda» de la que hablaba Vicente Zazpe- son víctimas de minorías bullangueras y autoritarias que ganan la calle e imponen su «verdad» o su «relato», coincidente con la «posverdad», concepto tan popular como incomprensible. Y el ciudadano común asiste azorado e inerme a tamaño espectáculo.

Menuda tarea nos toca afrontar en estos tiempos difíciles. Sería bueno -en medio de tanta charlatanería intrascendente- abrevar en varios de nuestros próceres, que, como toda nación, los tenemos, aunque a veces los manipulamos a nuestro antojo. Pero también contamos con héroes -anónimos y actuales-,»los hombres de buena voluntad»: mucha gente que, en estos tiempos, vivencia actitudes ejemplares. Son los que no aparecen en los medios de comunicación, ni ocupan las primeras filas de las cómodas poltronas donde se sientan los que detentan poder y desde allí apostrofan y pontifican. Son los que hacen de la esperanza la principal virtud. La que empuja y da sentido a todas las otras.

De los tiempos difíciles se sale con espíritus abiertos al corazón de los otros. De esos otros «que me dan plena existencia», digo Octavio Paz en «Piedra de sol».

Después de todo, -no nos olvidemos- hay un atroz encanto en ser argentinos. Sería bueno que lo tengamos presente, para que Argentina no sea una «pasión inútil», eso que de la vida supo lamentarse Jean Paul Sartre.

Fuente: https://diariocastellanos.com.ar/

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