Atahualpa Yupanqui: el poeta más solitario del mundo

Uno de los más grandes artistas del folclore argentino, Héctor Roberto Chavero, tal su verdadero nombre, cumpliría cien años este jueves 30 de enero.Por Leopoldo Brizuela

Salió del cabaret o teatro donde acababa de escuchar a Carlos Gardel, largamente, por primera vez en su vida, y era ya de madrugada, y empezó a deambular por las calles oscuras como un sonámbulo, como si quisiera salvar de los ruidos de la calle Corrientes el recuerdo de esa voz milagrosa, y sólo reparó en que había recalado en un banco de la Plaza Lavalle cuando, casi al amanecer, un perro llegó a lamerle una mano. «Don Carlos», le dijo, así como en los pagos de Pergamino se confiaba, como a nadie, a su caballo. «¡Don Carlos!», con esa emoción austera del peón de campo que cuenta que acaba de cruzarse con algún paisano célebre por alguna proeza. «Don Carlos», y no «Carlitos» o «Gardel» a secas, como lo llamaban, con esa familiaridad canyengue que se acerca tanto a la falta de respeto, sus admiradores porteños. En esa manera absoluta de admirar, y, revirtiendo las jerarquías usuales, elegir a quien rendir vasallaje, está la esencia del arte, de la humanidad, de Atahualpa Yupanqui (Pergamino, 31 de enero de 1908 – Nimes, Francia, 23 de mayo de 1992).

Tenía menos de veinte años, aquella noche, y ningún talento demasiado ostensible. Parece natural que en aquel irrepetible varieté de Buenos Aires, aun con ese seudónimo tan ampuloso que había elegido, su figura resultara incluso más extranjera que la de Mistinguette, que hacía arder al Ba-ta-clan con sus «veinte caras bonitas», o que la de José Bohr, el oxigenado y cazurro chansonnier de Punta Arenas que hacía bailar a la clase alta al son de su foxtrot «Melenita de oro». Tampoco es cierto que a Atahualpa le haya ido demasiado mal. Ignacio Corsini le grabó, ya tan tempranamente, «Caminito del indio», y hasta la española Imperio Argentina incorporó varias canciones suyas a su repertorio. Pero el «cancionero nativo» que cantaba Corsini pintaba casi siempre el «interior» tan pintoresca y exóticamente como un inmigrante podía imaginarlo, con una retórica opuesta a la austeridad de la poesía campestre y un andamiaje musical que llegaba incluso -es el caso de la extraordinaria canción criolla «La rodada»- a remedar un aria de ópera… Yupanqui por Corsini agrada, pero hace sonreír: la palabra «colla» suena inevitablemente kitsch . Y cuando en una de sus innumerables películas Imperio Argentina deja de revolear su bata de cola y sus castañuelas y, en medio de la ovación de un café de hombres, canta «Los ejes de mi carreta», no sabe, literalmente, qué cara poner. No es un problema de la cantante: toda una estética toca ahí sus límites. Nadie deja de reconocer en esa canción de Yupanqui la raíz más pura del arte popular, pero también una hondura que los medios masivos no han podido asimilar y volver mercancía. Así, es muy probable que si Yupanqui no hubiera debido abandonar Buenos Aires, perseguido por haber participado en una conjura a favor del marginado Partido Radical, de todas maneras habría decidido volverse al «interior», a esperar, sí, que la capital comprendiera, pero también a tratar él mismo de comprender «hasta el fondo».

En verdad, así como la pampa había sido su «maestra de silencio», el Tucumán «de monte y rancho» al que marchó entonces fue su maestro de música, cuyas lecciones ejercitaba mucho y más que aplicadamente cada día, en larguísimas horas de soledad «bajo de un algarrobo», a la vera de un río, con esa guitarra que había aprendido a domar al principio por instinto y luego con la guía de una muy tradicional profesora del Pergamino. Sergio Pujol, su biógrafo más reciente, contaba de qué modo, en esos años de retiro, se ganaba la vida. Como en ningún pueblo había teatro pero sí una biblioteca, pedía permiso para ofrecer allí un concierto, o, en su defecto, en la escuela; su trabajo era lograr entonces que fueran a la biblioteca puebleros y campesinos. El pago que recibía el artista, por supuesto, siempre era «en especies», pero también -como ya no pasaba en Buenos Aires-, en tal o cual «coplita que el señor me ha hecho acordar…» De ese diálogo profundo nacieron las canciones que, a su vuelta a Buenos Aires, alcanzarían la popularidad más verdadera y profunda: poco después de compuesta «Lunita tucumana», ya todo el país la cantaba aunque muchos no pudieran precisar quién era el autor, aunque en algunos casos ni siquiera pudieran imaginarse que hubiese uno, juzgándola «tan eterna como el agua y el aire…»

«Negro, dejate de joder», dicen que le dijo Perón al cruzárselo por casualidad en uno de tantos festivales, ofreciendo levantarle la semiprohibición que pesaba sobre él por su vinculación con el Partido Comunista. «Con esa cara que tenés, ¿cómo no sos peronista?» Dicen que Yupanqui, después de responderle con uno de esos silencios demoledores por altivos, le replicó con su propio destierro. Aunque nunca confirmó públicamente esta anécdota -reservado como era acerca de los vaivenes de su vida política, a la que, como pocos, consideraba un deber completamente ajeno al espectáculo-, la versión ilumina de un modo casi enceguecedor su encrucijada. A sus cuarenta años, Atahualpa Yupanqui al fin había encontrado el modo de insertar, en el panorama artístico masivo, «una canción digna del pueblo»; era, además, el más grande artista adorado por esa misma clase que acababa de entrar en la arena política, un «referente», en fin, cuya adhesión el régimen debía de considerar preciosa. La frase de Perón, con su aire amistoso y canyengue , connota un menosprecio por lo «nativo» que, también hay que decirlo, caracterizaba aun más fuertemente a Aníbal Ponce, el líder del PC, quien sostenía que para lograr la utopía soviética era preciso «borrar en uno los resabios tribales». Pero lo que más habrá molestado a Yupanqui no era ninguna ofensa personal, sino, nuevamente, otra de índole estética: salvada su canción de los acosos del mercado de masas, era preciso salvarla de los usos que venía haciendo el fascismo en Italia, en Portugal, ahora en la Argentina, ponderando aparentemente el saber del «cabecita negra», pero confinándolo a sitios como los «números vivos» obligatorios, siempre iguales a sí mismos, privados, en fin, del derecho a crecer desde su lugar, de tomar caminos imprevistos: aquello que Hannah Arendt reconoce como lo más esencial e irrenunciable de la condición humana.

Del mismo modo que, veinte años atrás, había desafiado claramente al «criollismo» al elegir un nombre indígena (sus maestros nunca fueron los «señoritos» que reían componiendo «poesía gauchesca», ni siquiera José Hernández, sino los «recopiladores» de la poesía del pueblo analfabeto, como Juan Alfonso Carrizo), parece obvio que nunca, ni siquiera cuando se desvinculó del PC, Yupanqui fue nacionalista. Desde que empezó a pasar períodos cada vez más prolongados en Francia (la tierra de su compañera, una violinista, compositora de la música de canciones tan importantes como la «Chacarera de las piedras» o «El alazán»), Yupanqui debió soportar reproches más o menos velados de parte de los que confundían antiimperialismo con una confinamiento en la provincia feudal; reproches que, si lo pensamos bien, entrañan una idealización de París de la que el mismo Yupanqui carecía. A veces, sí, perdía la paciencia y caía en la trampa de dar excusas, y lo hacía a su manera: altivamente. «Allí donde está mi guitarra está mi pago -contestaba-. Me basta hacer uno o dos chasquidos de vidala después de un largo día de nostalgia para que la patria se haga en torno a mí.» Era una respuesta parcial, pero parcialmente cierta. Aunque siempre se había concebido como un artista en tránsito (» tal vez no comprendas nunca, viday/ por qué me alejo «), en París había empezado a considerarse un forastero, sensación propia -por lo demás- de todo el que empieza a envejecer. Como Sándor Márai por la misma época, Yupanqui parece haber pensado que verdadera patria era no tanto la memoria como el legado que sobrevivía dentro de él, y que su misión ahora era enriquecerlo, claro, en el diálogo con el extranjero. Solo en estos últimos años, cuando podemos oírlo «a la distancia», ese sonido «tan nuestro» de Yupanqui empieza a revelar su costado experimental: esas largas improvisaciones barrocas, muy semejantes a las que Nina Simone insertaba en sus interpretaciones en piano del folclore negro… Ese clímax de sus presentaciones, que consistía en el recitado de un poema de Julio Cortázar con fondo de una bellísima canción popular catalana que Cortázar admiraba, y que nunca anunciaba como una especie muy distinta de sus zambas o sus vidalas «argentinísimas».

Como sea, para aquel hombre ya maduro, que seguía obstinándose en rechazar las horripilantes orquestaciones con que el mercado discográfico quería «disfrazar su desnudez»; para quien se proclamaba sin falsa modestia dueño de una voz «que nunca serviría ni para integrar un coro» y seguía luciendo un figura y un empaque de abuelo pueblero endomingado para un bautismo, no ha de haber sido nada fácil conquistarse un lugar en aquel no menos mítico París de posguerra, del existencialismo y el florecimiento de la canción poética, entre vistosas glorias como Marcel Marceau, la genial y torrentosa Amália Rodrigues, el poeta Georges Brassens y la eterna Josephine Baker, que batía récords de público en cada nueva «despedida». Quizá no lo habría hecho nunca, incluso, si sorpresivamente no hubiera recibido la ayuda de Edith Piaf, que exigió al empresario Bruno Coquatrix la presentación de Yupanqui en una de sus galas. «Doña Edith», debe de haberla llamado Yupanqui antes de retirarse del escenario y besar la mano de esa diminuta mujer que entraba a cantar «L accordeoniste», esa artista incomparable que tenía en común con «Don Carlos» no solo el genio interpretativo y el amor de su país, sino la desdicha del hijo abandonado, la infancia marginal, la atormentada vida privada. Suele decirse puerilmente que todo artista trabaja «para que lo quieran»; es bastante más probable que se escriba o se cante para merecer algún día, de alguien como Yupanqui, ese título de nobleza plebeyo.

El espaldarazo de Piaf, por lo demás, permitió a Atahualpa no solo vivir con una comodidad que nunca llegó al lujo, invalorable sobre todo en épocas en que sus presentaciones en la Argentina, aun junto a la orquesta de Aníbal Troilo, no llenaban ni diez filas del Teatro Opera, según me cuenta una amiga que fue a verlo en 1975. Piaf también ganó para Atahualpa una forma de consideración internacional que, también es preciso decirlo, la Argentina tardaría en otorgarle, y sólo a medias. Era un músico que podía compartir escenarios con los grandes artistas populares locales pero también con músicos «cultos» de la talla mitológica del guitarrista Andrés Segovia o el violoncellista Pau Casals.

A partir de los años sesenta, Yupanqui, el músico más solitario del mundo, finalmente empezó a hacer escuela en la Argentina. Asistió al llamado boom del folclore con una postura crítica: exigía que todo cambio viniera de una necesidad vital, no del horror a la sencillez, que enmascara terror o puro esnobismo. Hizo de aquella estética un manifiesto con el que logró doblegar las pretensiones de las grabadoras que habían arruinado las grabaciones de joyas provincianas, como Margarita Palacios. Por entonces, cuando vuelve a presentarse en la Argentina, y de paso hacia su adorado refugio en Cerro Colorado, Córdoba, ya no está solo, y sus más dignos compañeros son casi siempre mujeres. Abrigadas por un nuevo respeto social, de entre las propias filas de aquellos vecinos que le pagaban «con coplas y tamales» empiezan a brotar intérpretes de una importancia y de una profundidad que ni siquiera había albergado el tango: Mercedes Sosa, por supuesto, que consigue en su Homenaje a Atahualpa Yupanqui (1977), «uno de los mejores discos de la historia», según Mikis Theodorakis; pero también Ramona Galarza, con quien Yupanqui establece una relación de confraternidad entrañable, sobre todo desde una larga gira por Japón.

En sus últimos años era ya una especie de prócer a la vez público y secreto, menos por ese pudor suyo, literalmente cerril, que por esa sensación de que «siempre estaba llegando» y yéndose. Por lo demás, Yupanqui era uno de los pocos artistas venerados sobre los que nunca parecía necesario saber más: él mismo se empeñaba en sugerir que su canto era menos la expresión del yo que un acontecimiento, que cuando se entregaba a cantar, algo que no era él, y que era mucho más importante que él, pasaba por su garganta. Pero ¿cómo explicar el trance de haberlo escuchado hablar y cantar, a sus ochenta años, hasta la madrugada, en el Cine 8 de La Plata? De haberlo visto entregarse a cada breve canción como a una lucha, resoplando de esfuerzo y de emoción desbordada, pulsando las cuerdas con sus manos deformadas por la artritis, como si desde el abismo entre nota y nota estuviera haciendo manar el agua de otra dimensión. Según cuenta Bioy Casares, Borges mismo había dicho al escuchar por primera vez un disco suyo: » Mi alazán, te estoy nombrando . ¡Qué bien está eso!» Porque Yupanqui había conseguido el poder divino de «crear nombrando», y nombrando con una extrema escasez de medios. Sus letras giran casi todas en torno de una única imagen (los tucu-tucu de los cigarros que brillan entre los surcos, el chirrido de los ejes de una carreta, el canto de un grillo en medio de un cerro azul), potenciadas por una música elemental en el mejor de los sentidos.

Esa escasez sobra para crear en nuestra mente menos un paisaje que esa dimensión que, por algún motivo, siempre parece a punto de perderse. ¿Qué es esa dimensión? Se ha dicho que es el pueblo, pero eso no basta. Se ha dicho que el canto popular es mujer, y que las excepciones lo demuestran; pensándolo bien, podría decirse que Atahualpa, como muy pocos cantantes -en su mayoría, sí, mujeres- nos comunican con ese silencio anterior a la palabra y, por supuesto, a los géneros, donde la humanidad encuentra la posibilidad de una nueva génesis. Ese silencio es sin nombre, y hay quien lo llama Dios, o Patria, o Tierra. Pero aun estas palabras no representan nada. Y quizá, sí, solo baste decir hoy, en los bancos de plaza oscura donde muchos despertamos del sueño de haberlo escuchado, decir apenas, tantos años después, «Don Atahualpa».

Por Leopoldo Brizuela

Fuente: revista adn.cultura.com del diario La Nación, Buenos Aires, 26 de enero de 2008.

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