Por Marcelo Stiletano.- A los 90 años murió Cacho Fontana, un día después de Liliana Caldini, la madre de sus hijas Antonella y Ludmila. La noticia fue confirmada por fuentes cercanas a la familia del recordado locutor. Minutos más tarde, su hija Antonella comentó que los restos de su padre serán cremados, tal como era su deseo, en tanto que su madre será velada en las próximas horas.
En el último tiempo su salud venía bastante deteriorada. Se había contagiado por primera vez de Covid-19 en 2020 y además había atravesado cuadros de neumonía. Además, en 2019 tuvo que ser internado tras sufrir una caída en el baño de un restaurante, luego de participar de una entrevista televisiva en la que probablemente hizo el balance más crudo y descarnado de toda su existencia. Allí, entre otras cosas, reconoció por fin sin ninguna reticencia que el alcohol y las drogas lo llevaron al ostracismo en uno de los mejores momentos de su brillante carrera como animador y conductor. Ese mismo año concedió su última entrevista a La Nación.
Para muchos todavía resulta inexplicable cómo una de las figuras más importantes de la historia de la radio y la televisión en la Argentina, dueño de una voz excepcional de la que se valió para imponer un estilo que hasta hoy sigue imitándose, cayó en un camino autodestructivo que casi termina por completo con la fama, el prestigio y el dinero que obtuvo a raudales por méritos propios. Después de hacer por años lo que quiso y tener a su alcance todo el disfrute material imaginable, Fontana pasó sus últimos años en una residencia para adultos mayores y reconoció sin vueltas en más de una oportunidad la estrechez económica a la que se enfrentaba mientras el trabajo se hacía cada vez más escaso.
Encontró el consuelo en una sucesión interminable de reconocimientos recientes y el reencuentro con su hábitat natural, la radio, a través de participaciones especiales con su sello en Nacional y el regreso, aunque en cuentagotas, a lo que más le gustaba hacer en la vida: leer al aire avisos comerciales. Su maravillosa voz se mantuvo inconfundible hasta el final, aunque con el paso de los años y las huellas de los excesos perdió esa cualidad cristalina, precisa, poderosa y vital que caracterizó su impecable decir.
La palabra de Fontana, exacta y precisa, jamás ofrecía duda alguna. Lo hacía por ejemplo desde Odol Pregunta, aquel ciclo cultural de preguntas y respuestas que hizo historia en la televisión. Allí, el nombre de la marca auspiciante siempre resonaba en su voz con la letra final estirada y sostenida en el aire. Ese modo de entonar se convirtió en un clásico.
Y también desde sus extensas participaciones en las campañas publicitarias de YPF y Gillette, esta última dueña de las tandas de las grandes transmisiones deportivas de Radio Rivadavia. Fontana logró allí lo que ninguno de sus pares logró alcanzar: que el locutor comercial se transformara en una de las estrellas de esos programas. El hombre que jamás se equivocaba frente al micrófono convirtió algunos de los jingles publicitarios que brillaban a través de su voz (“Dígale Sí a Terrabusi”, “Minuto Odol en el aire”, “Y péguele fuerte”, “Esta es la Cabalgata Deportiva Gillette”) en frases del imaginario colectivo cotidiano de los argentinos.
Solía decir que vivía de su nombre. “Es mi marca, mi negocio y mi empresa”, lo definió una vez. Muchos se sorprendían al enterarse que ese atributo no figuraba en ningún documento oficial, porque era un nombre de fantasía al que, curiosamente, su dueño le había agregado hasta un apodo, que se hizo familiar para todo el mundo. Jorge “Cacho” Fontana había logrado ocultar hasta el desconocimiento casi absoluto al nombre y al apellido, Norberto Palese, con los que nació en el corazón del barrio porteño de Barracas (Vieytes al 900), el 23 de abril de 1932. Cuando había llegado a los 80 años confesó a La Nación que el nombre real pudo manejar al ficticio durante toda la vida: “Yo siempre me creí Palese, pero viví de Fontana”.
Fontana siempre se identificó como un emprendedor que se hizo de abajo y que de a poco fue tomando conciencia de sus limitaciones y del sentido amplio de la actividad que lo hizo famoso e inmensamente popular. Este camino lo llevó desde la locución comercial (su auténtica vocación) y la animación de espectáculos musicales y grandes shows radiofónicos a la conducción de ciclos periodísticos serios y rigurosos. “Soy un locutor que ha querido incursionar en preguntas, dudas y hechos con gente que interesa a la opinión pública -dijo en una oportunidad-. He entrevistado, he charlado, pero de ninguna manera pensando que estaba haciendo periodismo. Es que no soy periodista. Simplemente me gusta conversar con la gente. Augusto Bonardo me enseñó el arte de la conversación, pero yo me hice famoso manejando un vocabulario de 150 palabras”.
Llevó adelante esa vocación en tiempos en los que no había, como hoy, escuelas e instituciones consagradas a la formación de los locutores. Y comenzó a imaginar ese camino cuando, de chico, escuchaba la radio y acudía a los programas en vivo de mayor popularidad de su tiempo. Algunos de ellos se hacían en los salones de la Unión Ferroviaria, gremio al que perteneció su padre.
El camino continuó cuando Palese y sus amigos juveniles de los cafés con billares de las avenidas Suárez y Montes de Oca seguían a las orquestas típicas en sus presentaciones. En uno de aquellos escenarios inició su actividad profesional, casi por casualidad. Lo recordó así: “Yo era empleado en una compañía de transportes que llevaba encomiendas al exterior. Y allí tenía un compañero que presentaba orquestas en los bailes los fines de semana. Un día, la empresa lo trasladó al interior y le pedí que me recomendara para ocupar su lugar”.
Así debutó a los 17 años como presentador de la orquesta de Roberto Padula en el salón La Argentina, de Rodríguez Peña y Corrientes. Hasta que una serie de afortunadas conexiones lo llevaron a Radio El Mundo, el lugar de los grandes nombres de la radio de entonces: Valentín Viloria, Roberto Miró, Carlos D’Agostino, Iván Casadó, Jaime Font Saravia. Entre ellos, el precoz presentador adquirió el nombre con el que todos desde allí lo conocerían: “Cuando empecé en los escenarios, otra compañera de la empresa de transportes que tenía un pariente imprentero dijo que me iba a bautizar. Un día trajo cien tarjetas con el nombre de Jorge Fontana y nunca supe si se le había ocurrido a ella o eran de un cliente que nunca las retiró. Lo de Cacho vino después. Me bautizó así Miguel Coronato Paz, que fue libretista de Luis Sandrini”, contó en una ocasión.
La carrera de Fontana se hizo meteórica a partir de una apuesta arriesgada que cambió buena parte de la historia de la radio de esos años. En 1958 se hizo cargo de un programa matutino cuando ese horario era considerado poco menos que descartable para los empresarios y productores más importantes. Así nació el Fontana Show, el primer gran magazine de las mañanas radiofónicas, precursor indiscutido de las transformaciones que experimentó el medio. A partir de esa creación de Fontana, la mañana de a poco se fue transformando en el segmento horario más escuchado de toda la jornada radial.
Fontana impuso en ese programa una fórmula novedosa, llena de agilidad, sincronización, energía y énfasis permanente en todas las secciones. Apoyado en voces poderosas y llenas de color (junto al conductor estaban las extraordinarias locutoras Rina Morán y María Esther Vignola), junto a un equipo ejemplar integrado por Domingo Di Núbila, Magdalena Ruiz Guiñazú, Roberto De Marco y Faustino García, el Fontana Show logró una rápida y profunda identificación con el gusto popular y logró permanecer 15 años en el aire, nueve en El Mundo y seis en Rivadavia, la mejor etapa del ciclo.
Fontana apostó así con su sello por nuevos horizontes siguiendo la huella marcada por Antonio Carrizo, que había abierto en la locución un nuevo camino e impulsaba un estilo más atento a la palabra o la frase que enriquecía de renovados matices la lectura de una tanda publicitaria. Como lo hicieron también de allí en adelante Carrizo, Héctor Larrea y Fernando Bravo, sin perder de vista la radio, Fontana comenzó a familiarizarse con la televisión. Allí repitió la proeza previa: con cada nuevo ciclo el apoyo de la audiencia se fortalecía cada vez más, sobre todo en los programas de entretenimientos y de preguntas y respuestas.
Así estuvo siete años al frente de Dar en el blanco y nada menos que 19 temporadas consecutivas en Odol pregunta, ciclo que se recuerda como una de las mejores experiencias culturales de toda la historia de la TV abierta de nuestro país, en gran medida por la exactitud, el profesionalismo y la precisión con la que Fontana encaraba su tarea de interrogar a quienes contestaban sobre distintos temas de cultura general. “Como tengo nada más que sexto grado -evocó muchos años después- encontrarme con el jurado era una panzada de cultura, pero también algo intimidante. Siempre se acordaron de mí por este programa”. De cada emisión de Odol pregunta y del derrotero de algunos de sus participantes en busca del premio mayor se hablaba en la calle durante toda la semana.
Con el tiempo, los caminos de Fontana en el mundo del espectáculo se hicieron cada vez más diversificados. Fue, como dijimos, durante largas temporadas el locutor comercial de las transmisiones deportivas encabezadas en Radio Rivadavia por José María Muñoz, conductor en TV del ciclo benéfico La campana de cristal y, algunos años más tarde, el gran protagonista de Videoshow, revolucionario programa de viajes y entrevistas lanzado en 1977 que por primera vez utilizó en la televisión argentina las cámaras portátiles. Su último gran logro radiofónico fue Sexta edición, un ciclo periodístico vespertino con su sello que marcó su regreso a Rivadavia.
Junto a los éxitos llegaron los grandes sinsabores en tiempos de la última dictadura militar. Primero, un muy desafortunado paso por Canal 11 como director de producción a lo largo de dos años, que se recuerdan como una de las peores etapas artísticas de la historia del canal. Y después aquél famoso programa de 24 horas en vivo durante la Guerra de las Malvinas que condujo junto a Pinky en el canal oficial. “Fuimos conductores, pero no administradores del dinero. No supimos nunca adónde fue a parar todo lo que se recaudó”, reaccionaba cada vez que se lo cuestionaba por esa participación.
Se ganó durante mucho tiempo fama de malhumorado y cascarrabias, sobre todo por el modo en que siempre evitó dar definiciones políticas o confesar alguna simpatía partidaria. Con los años ese perfil se fue atenuando hasta desaparecer por completo en el tramo final de su vida, durante el cual sólo pronunciaba palabras de aprecio y agradecimiento. A la vez, siempre se le reconoció un enorme talento para contar chistes y dotes de gran conversador y anfitrión de encuentros interminables entre amigos como Alberto Olmedo, Jorge Porcel, César Luis Menotti, Tato Bores, el publicista David Ratto, Alberto de Mendoza y Tito Lectoure. Con este último forjó la amistad más estrecha de todas, nacida seguramente del fanatismo de Fontana por el boxeo. En tiempos de ostracismo y silencio llegó a reconocer que el único que se acordaba de él era el hombre fuerte del Luna Park, a quien siempre recurrió en casos de necesidad. Su voz acompañó los espectáculos de ese clásico escenario porteño durante muchos años.
Lectoure llegó a ser el único y solitario sostén anímico de Fontana en sus momentos más difíciles. Sobre todo desde que la modelo y actriz Marcela Tiraboschi lo acusó en octubre de 1989 de lastimarla y forzarla a consumir cocaína en un departamento del barrio de la Recoleta. El caso llegó a la Justicia y tuvo un tratamiento resonante en los medios porque Fontana atravesaba por un momento profesional brillante. Enfrentó un procesamiento porque el fiscal de la causa afirmó que las lesiones existieron y además se le aplicó la Ley de Drogas vigente, por lo cual estuvo un buen tiempo impedido de salir del país. En 1992 logró el sobreseimiento definitivo, pero el castigo popular resultó más prolongado. El escándalo forzó su alejamiento de los medios durante unos cuantos años. Pasó de protagonista indiscutido a mero recuerdo. Su mejor tiempo había quedado atrás y no volvería.
Fontana acumuló a lo largo de su vida varios traspiés afectivos muy fuertes. Cuando ya era una figura reconocida dejó a su primera esposa, Dora Palma (con quien tuvo una hija llamada Estela Nieves) para unirse sentimentalmente a la cantante y actriz Beba Bidart. Estuvieron juntos 12 años. Volvió a hacer ruido en la prensa más indiscreta cuando dejó a Bidart no de la mejor forma para formar una nueva pareja, ya maduro, con la bella modelo Liliana Caldini, veinte años menor. De esa unión (que también duró 12 años) nacieron las mellizas Ludmila y Antonella. Esta última fue la que estuvo más cerca de su padre en los últimos tramos de su vida.
La separación entre Fontana y Caldini, explicada desde la “incompatibilidad de caracteres”, también hizo en su momento muchísimo ruido. Y muchos años después trascendió una supuesta relación amorosa con Nancy Herrera, cuando ella era pareja de Alberto Olmedo, vínculo al que Fontana siempre aludió en forma ambigua. Tras ese episodio Olmedo nunca volvió a hablar con Fontana, que siempre atribuyó a un malentendido el abrupto cierre de una estrecha amistad de muchos años.
Pero el caso Tiraboschi superó en gravedad a todos los anteriores. El público le dio la espalda y los anunciantes que competían con cifras millonarias para lograr que la voz y la prestancia de Fontana avalaran sus productos dejaron de interesarse en él. Para las generaciones más jóvenes pasó a ser apenas un nombre más, mencionado como tantos otros en los libros de historia de los medios en la Argentina. Mientras tanto, Fontana se refugiaba en el apoyo incondicional de escasos amigos como Lectoure, Julio Mahárbiz y Raúl Armando Pérez. Todo eso pasaba mientras su oficio iba mutando y los medios ya no necesitaban como antes a figuras de su perfil.
Para 2007, los problemas económicos se hicieron cotidianos. “Por invertir tanto en el desarrollo de sus programas, quizás por despilfarrar en dónde y en quienes no debía, y por tener que pagar muchos abogados y divorcios, Fontana no posee ahorros y vive prácticamente de la caridad del pope de la empresa Tsu Cosméticos”, señaló por entonces en La Nación Pablo Sirvén, en referencia a Pérez. En esos momentos de falta casi absoluta de trabajo llegó a fantasear con radicarse en España, donde viven dos de sus hijas, Estela y Ludmila. Para colmo comenzó a enfrentar problemas de salud creciente, desde una operación coronaria hasta las persistentes secuelas de una parálisis facial que afectó su mejor herramienta, la voz.
De a poco recuperó el optimismo, mantuvo intacta su elegancia y fue encontrando, silenciosa y pacientemente, algunos espacios que le permitieron despuntar la vocación. Programas en emisoras radiofónicas del interior, alguna campaña publicitaria con jingles que resonaban como el recuerdo de tiempos más felices, modestas participaciones televisivas y sobre todo una etapa de crecientes homenajes, tributos y reconocimientos. Aquel ostracismo empezaba a transformarse en reivindicación.
En esos agasajos siempre se alegraba de haber recuperado el afecto de sus pares luego de tantos años de silencio. Esa respuesta afectiva empezó a multiplicarse cuando se supo que Fontana vivía en una residencia para mayores, la misma en la que había sido alojada Pinky. Ese reencuentro le devolvió a las dos figuras una atención pública que parecía perdida para siempre. “Me quedo con lo bueno de las cosas. Me costó rehabilitarme de lo sucedido con Marcela. Con ella consumí cocaína, no tengo por qué negarlo”, confesó en aquella descarnada entrevista de 2019 en el programa televisivo Intrusos, a la que sumó una confesión que le acarreó varios reproches: dijo que Aníbal Troilo fue quien le convidó por primera vez una dosis de esa droga.
Cuando recibió el Martín Fierro a la trayectoria (luego de otras 15 estatuillas ganadas por su labor profesional), recordó que se había negado en su apogeo artístico a aceptar todo tipo de propuestas. No quiso filmar películas, protagonizar telenovelas ni grabar discos. Prefería, en cambio, los desafíos en apariencia mucho más sencillos de la locución. “Yo amo hacer avisos comerciales. Soy vendedor por excelencia”, destacó. En los mejores momentos de una vida agitada, con extensas visitas al cielo y al infierno, Cacho Fontana transformó su nombre en una marca registrada.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/