Por Joaquín Morales Solá.- Hay mil formas retóricas de disimular una derrota, pero no existe ninguna manera de evitar sus consecuencias prácticas. El kirchnerismo gobernante tropezó en los últimos días con dos certezas. Una: ha perdido el control del Congreso después de la ruina electoral de hace poco más de un mes. La otra: solo agravará su debilidad si persiste con el estilo de bravuconadas y provocaciones, tan propio de la facción peronista que manda. Tales constataciones le sirvieron para desconfiar de su propia teoría, según la cual habían ganado perdiendo. Esa teoría la llevaron a los actos en la Cámara de Diputados, donde ni siquiera aceptaron la información que les dio el jefe del principal interbloque de la oposición, Mario Negri: “Ustedes no tienen los números para aprobar el presupuesto”, les anticipó. Los kirchneristas insistieron hasta que chocaron con el bloque sombrío de otra derrota. La misma teoría fue ejecutada de mala manera por el ministro de Justicia, Martín Soria, cuando con una dosis increíble de petulancia le faltó el respeto a la Corte Suprema de Justicia. Aunque el máximo tribunal de justicia tenía previsto tratar la inconstitucionalidad de la integración del Consejo de la Magistratura desde hace más de un mes, la áspera visita de Soria no hizo más que confirmarles a los jueces supremos que no valía la pena ningún esfuerzo de postergación o de conciliación institucional. No hay palabras para ocultar ahora el tamaño de semejante derrota.
¿Fue Máximo Kirchner el autor de que el fracaso político quedara expuesto? Sí. Versiones que vienen de las cercanías del hijísimo deslizaron que en rigor boicoteó la aprobación del presupuesto porque no estaba de acuerdo con ese proyecto. Otro discurso para maquillar la mala praxis del heredero de la poderosa familia política. Otra forma de los dos Kirchner, madre e hijo, de tomar distancia discursiva del gobierno de Alberto Fernández. Los que lo conocen bien al hijo de los Kirchner aseguran que no fue el acto de un gran estratega; fue, confirman, un simple ejercicio de imprudencia y de precipitación, de la pertinacia en frecuentar el error político. Fue la continuidad de un método de hacer política pateando puertas. La oposición le había ofrecido que el presupuesto regresara a comisión para intentar una modificación y un acuerdo. En eso estaban los negociadores cuando Máximo Kirchner se despachó con insultos a las figuras más conocidas de Juntos por el Cambio. Suficiente. Ya la conducción de la coalición opositora le había ofrecido pasar a cuarto intermedio hasta el próximo martes para explorar la posibilidad de un contrato común sobre el presupuesto. Máximo rechazó la propuesta. Sergio Massa lo miró luego de la derrota, desde el estrado de la presidencia, al vástago de los Kirchner como quien le decía que por fin se había encontrado con su destino: perder. O, más bien, que debía aprender política con maestros más serios que el dedazo arbitrario de su arbitraria madre.
Ese es el minué de la política. Pero lo cierto es que el presupuesto, tal como llegó al recinto, era imposible de aprobar por parte de la oposición. La noche anterior, después de que ya había pasado por el despacho de comisión, le agregaron 56 artículos nuevos que los opositores no conocían.
Contraía una deuda por más de 20.000 millones de dólares; prorrogaba las facultades especiales del Ejecutivo (que es la manera del kirchnerismo de manejar los recursos del Estado sin el control del Congreso); preveía una inflación anual para 2022 del 33 por ciento cuando todos los economistas serios estiman que estará entre el 57 y el 60 por ciento, y no decía nada sobre el acuerdo con el Fondo Monetario. ¿Lo prevé? No. ¿Es optimista o escéptico sobre el acuerdo con el Fondo? Nada. Silencio. Ya Martín Guzmán había hecho para 2021 un presupuesto con una inflación prevista del 29 por ciento. Hace poco lo modificó hasta el 45 por ciento. Al final, la inflación de este año estará entre el 50 y el 51 por ciento. Si fuera un astrólogo, sería un fracaso sin paliativos. El acuerdo con el organismo multilateral no significará la solución inmediata para la destartalada economía, pero sería mucho peor no tenerlo. Es la diferencia entre estar cerca del abismo o caer en su oquedad. Si Cristina Kirchner y su hijo no tuvieran siempre soluciones peores como alternativas, debería dárseles la razón cuando cuestionan la aptitud del ministro de Economía. Guzmán pasó de ser una revelación académica formado en universidades norteamericanas a fomentar un discurso populista y un constante optimismo sin razones ni pruebas. Su obsesión consiste en que Cristina Kirchner lo acepte, aunque ella promovió muchos gestos de rechazo a Guzmán. Es un ministro sin poder, impermeable al vendaval de fracturas y contradicciones internas de la coalición gobernante.
Un nuevo presupuesto no podrá ser tratado, según la Constitución, hasta marzo próximo. El proyecto actual ya fue rechazado en el actual período parlamentario. ¿Afecta ese fracaso la negociación con el Fondo Monetario, como denuncian los oficialistas? Probablemente, no. Con maneras más diplomáticas, fue el organismo internacional el primero en rechazar el presupuesto. Lo hizo el staff del Fondo (es decir, los imprescindibles técnicos permanentes) cuando cuestionó los números macroeconómicos de Guzmán, que son los números que están detrás del presupuesto. Cuestionó también el tamaño del déficit fiscal y el “dibujo” de los recursos para financiarlo. El rechazo de la oposición fue el segundo rechazo, después del propio Fondo Monetario. Haber postergado irresponsablemente por razones electorales o ideológicas el acuerdo con el Fondo fue una decisión del Gobierno, no de sus opositores.
La oposición tuvo también sus diferencias internas. Desde las posiciones de negociación y conciliación de Negri y la Coalición Cívica hasta las intransigencias de Fernando Iglesias y Martín Tetaz, pasando por la firmeza responsable de Ricardo López Murphy. La diferencia intelectual entre oficialistas y opositores para analizar y resolver asuntos económicos es abismal. La oposición de Juntos por el Cambio cuenta con economistas de la talla de López Murphy, Tetaz, Rogelio Frigerio, Martín Lousteau (este está en el Senado) y Luciano Laspina, entre otros. En el momento de votar deben agregarse también los economistas liberales José Luis Espert y Javier Milei. El oficialismo tiene solo a Carlos Heller y a Fernanda Vallejos. El Gobierno está en un desierto intelectual: no puede atacar, pero tampoco puede defenderse. La Coalición Cívica tuvo una razonable posición de fondo para acordar el presupuesto, pero no debió criticar a sus aliados por la ruptura. No se puede tolerar cualquier cosa en nombre de la responsabilidad institucional. Máximo fue el que provocó el fracaso final. Cuando la oposición, desde la izquierda trotskista hasta Espert y Milei (y, desde ya, Juntos por el Cambio), votan en contra del Gobierno, el problema es de este, no de la oposición.
¿Es culpa de la Corte Suprema que la entonces senadora Cristina Kirchner haya diseñado una integración inconstitucional del Consejo de la Magistratura? No, desde ya. La integración futura de ese Consejo (que deberá prever el preciso “equilibrio” entre la política y los jueces que ordena la Constitución) será en adelante una tarea del Congreso. No hay ahora un Congreso, como se vio con el presupuesto, para aprobar caprichos. El Consejo fue una incorporación de la reforma constitucional de 1994. Dos miembros incuestionables de la actual Corte, Horacio Rosatti y Juan Carlos Maqueda, fueron constituyentes de aquella reforma. No los convencerán con discursos ni retórica de lo que ellos no vieron ni escribieron en el 94. Esa institución clave y trascendental de la Justicia deberá ser seria y equilibrada. O no será.
Después de festejar dos veces en la Plaza de Mayo una victoria que nunca sucedió, el kirchnerismo tropezó con las tristes certezas de la derrota inevitable.
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