No. No. El grito estallaba en su boca reseca, histérico y pleno de desolación y cada vez con menor fuerza, convertido en el único, casi absurdo y definitivamente inútil recurso que le quedaba para tratar de demorar -pues le iba a resultar imposible evitarlo, como hubiera querido- el acto que estaba obligada a protagonizar. Vamos. Dejá de gritar. Ahora debés estar tranquila. Aunque el tono de la voz resultaba suave, con cierto atisbo de afecto, no logró infundirle serenidad ni pudo atenuar la tensión y el agobio que le provocaban la presencia de ellos, el médico y la enfermera y los guardias, formando una muralla, atentos y vigilantes. Pegarle un puñetazo o dormirla con una inyección. Cualquier cosa para callarla y dejar que siga moviéndose como una loca. Pero el doctor Salerni dice que su estado es muy delicado y debemos tener paciencia y procurar que el parto se produzca sin la menor complicación para no afectar al bebé. Y eso es lo único que me preocupa. Que nazca bien. Sin ningún rasguño. Con la apariencia o belleza de la madre, la piel blanca y los ojos profundamente celestes. Sobre todo por él. El coronel Marcial Galarza. Al fin cerró los ojos no sólo como expresión de fatal derrota o rechazo a efectuar cualquier cosa indicada por ellos, sino más bien en una desesperada tentativa por aislarse, por jugar con la idea de que no eran las manos del médico, rudas y apremiantes sobre el vientre hinchado, ni las de la enfermera, tratando de atenuar cualquier gesto de preocupación o miedo al prodigarle lentas caricias por la cara humedecida, casi en una súbita muestra de ternura o amistad, sino otras manos las que manipulaban, palpaban, recorrían su cuerpo. Las únicas que anhelaba. Las de él. Gerardo. Como había ocurrido durante los últimos dos años. Para confirmarle el hecho gozoso de tenerla cerca, elaborando proyectos, entregados a una lucha intensa por una sociedad plena de equidad y sin despotismo, disfrutando el amor que se tornaba más sólido cada día. Hasta la separación. Brutal. Definitiva. Una sustancia voraz e indeleble parecía corroerla cada vez que evocaba aquella noche en que la quietud de la casa quedó rasgada por los golpes, la puerta abierta con violencia, las voces roncas y autoritarias. Al surgir del sueño no atinó más que a gritar el nombre de él en tardía advertencia o pedido de ayuda, abrazando el cuerpo querido mientras una luz súbita y poderosa los exponía, desnudos y sin la menor defensa, ante los hombres pétreos, uniformados, de aspecto casi fantasmal, que rodeaban la cama, con los fusiles en sobrecogedora amenaza. Por escasos minutos. Antes de llevar a cabo la tarea -metódicos, en forma vertiginosa, sin margen para la duda o el error- de arrancarlos de la cama y arrastrarlos por la casa, desdeñosos de los quejidos y las súplicas y el pánico reflejado en un creciente temblor, hasta la calle. Fue mientras una mano le tapaba la boca y la presión de los cuerpos la inmovilizaban en el asiento trasero de un coche, cuando -más allá del aislamiento, la sensación de asfixia, la incertidumbre sobre lo que iba a pasar- algo se le impuso con despiadada claridad: que no volvería a ver a Gerardo. Ya falta poco, querida. Un esfuerzo más y todo habrá pasado. Sí. Debo mantener la calma, disimular la ansiedad, hablarle con la mayor dulzura, todo para que deje de moverse y gritar. Unas buenas bofetadas resultarían más efectivas. Porque estoy segura que no es tanto por el dolor, tampoco debido al trauma del primer parto. Tiene miedo de perder la única garantía que le permitirá seguir viviendo. El hijo. Lo sabe perfectamente. Podría ceder a un sentimiento de generosidad o compasión si no fuera que está en juego mi bienestar económico y, sobre todo, la posibilidad de ocupar el cargo de directora del Hospital Militar. Las más caras aspiraciones y que él ha prometido satisfacer. Por eso necesito obtener este trofeo. Fríamente. Será la mejor solución para todos. Corina tendrá un motivo para vivir y hasta de ser feliz y nosotros podremos estar juntos más tiempo. Libres. Y yo me encargaré de compensarte con todo lo que quieras. Marcial efectuó la propuesta una tarde en mi departamento, compartiendo un cigarrillo, desnudos sobre la cama luego de la cópula frenética, sin duda como el último recurso para disuadirme del reiterado pedido de concretar su divorcio. No puedo hacer eso. Jamás utilizaré esa alternativa en beneficio de nuestros planes. Preocupado por reflejar una actitud ética, celoso en preservar el matrimonio a pesar de estar hecho trizas, atento a evitar cualquier mancha que pudiera afectar su puesto en la cúspide del poder. Aunque ya me había habituado a representar un papel secundario, subrepticiamente, sólo útil para ser el sostén o compañía en los momentos más difíciles -cuando necesitaba un abrazo para aplacar los desvelos de su cargo o pretendía relegar la presencia de su mujer abrumada por la frustrada maternidad-, por primera vez sentí la gratificación de poder hacer algo distinto. Conseguiré para tu mujer el hijo más hermoso que pudo haber imaginado. Y con el compromiso de esa promesa, que desde entonces llegó a ser excluyente, me dediqué a observar con mayor celo a las detenidas en estado de gravidez. Tratando de imaginar a través de cada una de ellas la fisonomía, el carácter, la belleza que podría tener el futuro hijo. Comprendí que había concluido la búsqueda apenas trajeron a una muchacha a la que asignamos el nombre de Petra. Aunque la expresión de miedo, desconcierto, alarma, resultaba similar a la que denotaban las otras reclusas, el modo de cruzar los brazos sobre la panza enorme, con el obstinado intento de protegerla o dar prueba de una orgullosa posesión, y sobre todo la cara, de rasgos tan delicados, casi de niña, la hicieron destacarse y tener un especial atractivo. Con el fin de cumplir mi propósito, y sin abandonar la severa disciplina que imperaba en el Centro, procuré resguardarla de cualquier daño. Vamos, Nélida. La voz sorpresiva del doctor Salerni logra despejarme. Creo que ha llegado el momento. Sí. Al fin. No. No quiero. Estremecida por las recias convulsiones, ya no pudo efectuar más que un débil forcejeo de los brazos y las piernas amarrados a los barrotes de la cama. El postrer vestigio de la brega por impedir que su hijo naciera allí, entre las viejísimas y húmedas paredes donde la habían enclaustrado seis meses atrás, controlada por esos hombres y mujeres que tenían la potestad de disponer de su cuerpo y sus ideas y aun del aire que respiraba. Obsedida por lograr esa meta a medida que se desformaba su cuerpo y crecía el sentido de orfandad y ya no abrigó ninguna posibilidad de ver otra vez a Gerardo. Sólo me dejan vivir porque estoy esperando un hijo. La fría y demoledora certeza fue arraigándose con mayor fuerza a lo largo de cada día, mientras se transformaba en testigo de las caras mustias, sin huella de aliento o siquiera esperanza, de los compañeros de cautiverio con quienes compartía furtivos instantes de confidencia o mutuo consuelo, y trataba de soportar las otras, altivas y plenas de soberbia, al ejercer un poder absoluto, y percibía, insomne en las noches vacías, los gemidos, entre ahogados y lacerantes, que desde algún ignoto lugar revelaban los padecimientos de la vejación y la tortura. Pero comprendió que no podía resistir más. Cuando una fuerza, desgarrando súbitamente su cuerpo, surgió poderosa e incontenible. Ya es de ellos. Ya mi vida tendrá menos valor que uno de los tantos ratones que pululan por aquí. No pudo disfrutar demasiado tiempo el grito, nuevo y estruendoso, que infinitas veces había deseado escuchar en otro lugar y junto a Gerardo, pues poco a poco -mientras sentía un pinchazo en el brazo derecho y el médico redoblaba las recomendaciones, vamos, quedate quieta, ahora tratá de dormir, será lo mejor- se tornaba más débil y lejano. Hasta desaparecer. Dejándola definitivamente sola. Ya lo tengo. Sus gritos revelan una inusitada vitalidad.
Aunque me perfora los oídos mientras lo limpio, no puedo dejar de regodearme con este sonido que me confiere el privilegio de obtener, bastante agotada pero con la gratificación de haber superado una ardua proeza, todo lo que él me ha prometido. Apenas se queda dormido, busco impaciente un teléfono. La voz de Marcial suena seca e impersonal, como es habitual cuando se encuentra su mujer al lado. Me invade un morboso placer al saber que por fin poseo el medio para apartarla de nosotros. Entonces, eufórica y triunfal, le digo que ya puede venir a buscar a su hijo.
Este cuento lo envió especialmente a la página www.sabado100.com.ar.
Datos del autor: Eduardo Oliber 404, S 2300 IOJ – RAFAELA – (Prov. de Santa Fe), República Argentina, Tel.-Fax: 54-3492-421125, E-mail: balzarino@arnet.com.ar, http://www.rafaela.com/balzarino.