Primero fue el silencio y luego la conspiración. Néstor Kirchner sabe que está pagando un precio político por la batalla campal de San Vicente, pero no acierta con una estrategia pública para abaratar su costo. Está frente a una sociedad asustada por el regreso de la violencia en manos de bandas excitadas y furiosas. A veces, éstas tienen origen sindical; otras son directamente fuerzas de choque que están muy cerca del Gobierno.
Resulta complicado, en primer lugar, entender la conspiración contra el Presidente cuando el mandatario formuló esa denuncia rodeado de los intendentes del conurbano bonaerense. Esos caudillos han sido, históricamente, la incubadora más eficaz de barrabravas a sueldo y de grupos violentos, también asalariados, creados para disciplinar a los amigos y, sobre todo, a los enemigos.
Es igualmente difícil comprender el proyecto de cambio del que habló el Presidente (proyecto que es la víctima presunta de la supuesta conspiración de San Vicente) cuando a su derecha retozaba Mario Ishii, el intendente de José C. Paz, uno de los caudillos más obsoletos y polémicos del Gran Buenos Aires.
La victimización propia puede servir de vez en cuando para explicar las desventuras de la política, pero se torna increíble cuando es un recurso de todos los días.
El propio gobernador Felipe Solá, que fue más allá que Kirchner en la crítica a lo que sucedió y en las promesas de investigación, señaló que los autores de la violencia necrofílica de San Vicente eran también «ñoquis». Los «ñoquis» son, por definición, empleados que sólo se esfuerzan por ir a cobrar el día del pago. Pero ¿empleados de quién? Seguramente están en la nómina de los municipios cuyos intendentes acompañaban al Presidente y al gobernador. También hay «ñoquis», debe reconocerse, en los sindicatos más poderosos, aliados ahora del Gobierno.
Kirchner suele decir que él es sólo un ser humano que se equivoca como cualquier otra persona y que siempre está dispuesto a reconocer sus errores. No lo ha hecho esta vez. Tampoco lo hizo el jefe de la CGT, Hugo Moyano, ni el gobernador bonaerense, a pesar de que éste tuvo las reflexiones más razonables que se hayan escuchado entre tantas insignificancias.
El Presidente perdió una invalorable oportunidad. Pudo decir que nunca estuvo de acuerdo con esa ceremonia innecesaria (lo cual es cierto) y que se equivocó cuando cambió de opinión llevado de la mano por Moyano.
Más aún, Kirchner pudo dar un golpe sobre la mesa y prohibir ese acto mientras él fuera presidente. Tiene autoridad y poder para hacerlo. Estaba mentalmente preparado para eso, pero lo cegaron las promesas del acto multitudinario que le habían prometido los líderes gremiales.
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Hay que decir las cosas tal como son: Kirchner prefirió no romper con Moyano, un jefe gremial que carga con una historia de violentos e impunes reclamos sindicales. El proyecto de renovación de la política, si fuera cierto, debería empezar por cambiar a los dirigentes sindicales y sus métodos, tan arcaicos como peligrosos para el decurso civilizado de la vida pública.
La historia enseña que siempre que el orden quedó en manos de los sindicalistas las cosas terminaron en el más dramático desorden. El Estado no puede ceder sus deberes inexcusables a sectores que disputan centímetros de poder entre ellos mismos y que lo hacen con buenas o con malas artes. Les da lo mismo una cosa o la otra.
Si esa ceremonia era inevitable, debió hacerse con los rigores y el protocolo con que se realizan los grandes traslados fúnebres en cualquier lugar sensato del mundo. Eso significaba incluir hasta la parafernalia de guardias militares (son, después de todo, los restos de quien fue tres veces presidente de la Nación) y la presencia de embajadores extranjeros y de dirigentes políticos, sociales y económicos. La policía, cualquiera de ellas, debió hacerse cargo de que las cosas transcurrieran en paz y con solemnidad. Moyano no podía ser, desde ya, el bastonero de un acto de Estado de esa naturaleza.
La conspiración es improbable porque todas esas decisiones las podía tomar el Presidente. También es improbable, cuando no imposible, que detrás de la devastación y la violencia haya estado el ex presidente Eduardo Duhalde, como deslizó el oficialismo. ¿Por qué Duhalde arruinaría así una criatura que él mismo alumbró? Seguramente equivocado, fue Duhalde el que imaginó, hace ya muchos años, ese panteón de módico diseño en San Vicente como tumba definitiva de Perón.
¿Por qué, además, Duhalde saldría del ostracismo en el que se metió después de las perdidosas elecciones de octubre último sólo para encender la mecha de la furia y de su espectáculo? El kirchnerismo cometería un error político si subestimara las condiciones políticas del ex presidente.
En el medio de la trifulca peronista quedó una sociedad asustada por las impresionantes imágenes de la televisión. El Presidente perdió también otra oportunidad: la de hablarle a esa sociedad con palabras de contención, la de deplorar la violencia de cualquier extracción y la de prometerle a la gente común que contará siempre con la protección del Estado. Pero cuando lo primero que cabía era llevar tranquilidad, Kirchner prefirió, en cambio, mirar sus propios problemas y no la situación de angustia que se abatió sobre vastos sectores sociales.
El peronismo se torna violento y ensimismado en sus propias luchas sólo cuando se siente electoralmente invulnerable. Podría ser otro error político, pero es, al mismo tiempo, una descripción del poder actual y de su inconsciente.
Por Joaquín Morales Solá
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 20 de octubre de 2006.