Por Rodolfo Zehnder.- Refieren sociólogos y psicólogos sociales que la muerte de ídolos siempre provoca desolación y tristeza, porque nunca estamos preparados –ni mental ni emocionalmente- para ello. Un ídolo –que se convierte en un referente que con el tiempo hasta pasa a ser parte de nuestra familia- involucra recuerdos personales, y en él depositamos los aspectos positivos que quisiéramos tener. Al ser humano le cuesta aceptar su propia finitud, su propia muerte, y ello es particularmente obvio en la posmodernidad, en la cual el ancla que significaría la fe y esperanza en la vida eterna, está seriamente dañada, a pesar de que el hombre guarda en sí esa “semilla de eternidad” (Constitución Pastoral Gozo y Esperanza, 18). Con la muerte de un ídolo queda expuesta esa debilidad y la brutal realidad de que las cosas pueden tener un final quizá definitivo.
Un ídolo es una suerte de tótem, símbolo o emblema colectivo al que se venera y otorga un valor protector, donde proyectamos nuestros anhelos de éxito, nuestros deseos y vivencias más fuertes, y volcamos nuestros recuerdos y emociones. Cuando un tótem se derrumba, el impacto es profundo porque cae todo lo que proyectamos en él y se visualiza nuestra propia mortalidad. El duelo que sentimos, entonces, es real, no imaginario, y como todo duelo debemos transitarlo, elaborarlo.
Al ídolo, entonces, no se lo discute: se lo acepta tal como es. Se lo admira. Se lo ama. Se lo endiosa. El ídolo deja recuerdos, una impronta y una trascendencia que va más allá de sus elecciones de vida (por equivocadas que fueren), de su historia privada, personal.
En nuestra psiquis se producen “anclajes” que nos ayudan a situarnos emocionalmente en un lugar concreto, que nos estabilizan cuando lo necesitamos porque nos hace felices. Entonces aparece esa sensación de que todo lo que se va con ese ídolo que ha muerto, tiene que ver con nuestra historia. Creemos inconscientemente que los ídolos van a estar siempre, y su muerte es como si fuera la muerte de Dios, la muerte de un imposible porque por definición Dios no puede morir; y el fin de los ideales y sueños que teníamos depositados nos genera perplejidad y angustia.
El ídolo no carece de contradicciones, y vaya si las tuvo Maradona: contradictorio, polémico, transgresor, soberbio, desmesurado. Pero solidario con todos, amoroso de sus padres; versátil (el segmento Diego por Diego de su programa La Noche del Diez es una página memorable de la televisión argentina). Cercano a los pobres, y receloso de las estructuras que supieron tejer mantos de sospecha y de corrupción sobre las señeras instituciones futboleras, muchas veces no defensoras del mayor valor que debería justificarlas: el jugador de fútbol. El Maradona que nunca se cobijó en rol de víctima; el que supo admitir sus errores (aunque en la vida no pudo o no supo superarlos), pero aclarando a todo el mundo (en esa fantástica celebración de la Bombonera) que “la pelota no se mancha”.
No hay auténtico deportista que deje de admirarlo. Y ésa es una de las claves para comprender el fenómeno Maradona. Para entender lo que significa (me resisto a utilizar el tiempo pasado) hay que ser, o pensar o vivir como un deportista. Y el deportista lo que más admira no son sólo sus habilidades con la pelota: sino su entrega sin límite a costa de su físico, su rol de liderazgo, su rol de estratega, su pasión, su arte (porque el futbol también lo es). El más firme defensor de la ”celeste y blanca”, cuando más de uno retaceó su apoyo o se amilanó ante el compromiso. Los que livianamente lo juzgan –en el cortijo de aduladores y críticos- echan de ver la magnitud del fenómeno social, y olvidan la máxima “Yo soy yo y mis circunstancias” (Ortega y Gasset): nadie puede ser enteramente libre porque el entorno nos condiciona, a quién más, a quién menos. (En todo caso, sólo “la Verdad os hará libres”; Juan 8:32).
Erigir a personas en ídolos no es patrimonio de Argentina. Casi todos los pueblos los tienen, porque es una necesidad espiritual, colectiva, un modo de trascender puntuales contextos históricos, un factor de unión aunque no todos lo compartan.
Criticar la desmesura (siempre presente en nosotros) y la responsabilidad del descontrol de su velatorio es disminuir el nivel de análisis del fenómeno social. Discutir sobre la decisión del lugar elegido para velarlo, es politizar justamente lo que se critica de la toma de decisión. Las denuncias entrecruzadas de gobierno y oposición sólo revelan la mediocridad y mezquindades de los dirigentes.
Un agudo periodista inglés supo escribir años atrás un artículo: “Argentina: Un país enamorado de la muerte”, en alusión a la muerte de Perón, de Gardel y de Evita (que ahora completaría con la de Maradona y los ídolos musicales de Rodrigo, Sandro y Gilda). Al margen de la cuestionable inapelabilidad de dicho título, convengamos en que algo de ello hay en nuestro ADN. Pero no seamos tan crueles con nosotros mismos. Un filósofo español supo decir: “Los argentinos deberían aprender a quererse un poco más entre ellos”. Así somos: impiadosos y envidiosos del triunfo ajeno entre nosotros; soberbios y fanfarrones frente a los demás, incapaces de salir de las trampas que nosotros mismos nos fabricamos.
Pero no dramaticemos, y releyendo a Guardini (“La aceptación de sí mismo”) aprendamos a aceptarnos como somos y, en todo caso, a intentar cambiar lo que nos complejiza. Esos ídolos populares (aunque deberíamos decir íconos) permanecerán en la memora colectiva, en las imágenes y en la tradición oral, como así también las efusivas y enormes manifestaciones de adhesión, con esa espontaneidad que conmueve a pesar de los excesos. No deberíamos avergonzarnos. Sería bueno que, en nuestra atribulada memoria, hurguemos en ellos –más que en sus humanos defectos- sus indiscutibles y positivas aristas que los convirtieron en lo que son.
Fuente: diario Castellanos, Rafaela, 2 de diciembre de 2020.