300 Indy: la carrera que marcó a fuego la historia del automovilismo de Rafaela

Aquel domingo 28 de febrero de 1971, los motores de la entonces Fórmula Championship atronaron por última vez en esta Pampa Gringa, quebrando la tranquilidad de un pueblo entrañable para quienes lo seguimos habitando.

Por Víctor Hugo Fux.- El presagio de lluvia, al final se cumplió aquel último domingo de febrero. Los espesos nubarrones y el cielo plomizo dejaron abierto un interrogante a lo largo de todo el día, pero apenas llegó a descargarse una tenue y efímera llovizna, que generó una lógica incertidumbre, también breve, entre la multitud que acompañó a una carrera única e irrepetible.
Esa noche, el agua llegó, en el cierre de una jornada histórica para Atlético y para el automovilismo de Rafaela, que lamentablemente no habría de repetirse.
En la sede de la institución, en la tradicional esquina que hoy sigue ocupando, en Urquiza y Dentesano, la entrega de premios marcó el cierre del acontecimiento de deporte motor más trascendente que se haya realizado en nuestro icónico «Templo de la velocidad».
Bentley Warren, vendado en sus brazos y manos por las quemaduras sufridas en el accidente que pudo haber empañado la competencia, ocupó un lugar en la primera fila, acompañado por sus padres, que decidieron viajar en los días previos, convocados por un hijo que no pudo ocultar su sorpresa por la cordialidad de nuestra gente.
Su agradecimiento a todos los integrantes del equipo de seguridad por la eficiente labor cumplida, también fue compartido durante esa ceremonia por el Unitet States Auto Club (USAC), la entidad rectora de la actividad en el país del Norte.
Carlos Pairetti, el único piloto argentino que tomó parte de la carrera, logrando un meritorio noveno puesto, no podía disimular su felicidad, algo propio de una persona extrovertida como el nacido en Clucellas.
Su actuación no solamente estuvo a la altura de las circunstancias, sino que sobrepasó cualquier tipo de expectativas con el auto que le había confiado su amigo Dick Simon y que no tenía, ni por asomo, la potencia de los mejores del parque.
También, ocupando un lugar preferencial, digno de quien marcó la tendencia durante las dos series que conformaron la actividad de un domingo inolvidable, Al Unser aguardaba con serenidad el momento de la premiación.

Al Unser y Carlos Pairetti.

Lejos había quedado aquel hombre de coraje desbordante que no había tenido rivales en el mediodía de una jornada memorable, ratificando su condición de número 1, ese que solamente pintan los campeones y que lució con orgullo el natural de Albuquerque en su Colt turbo Ford.
Henry Banks, el comisionado del USAC que se constituyó en el nexo más frecuente con la dirigencia de Atlético, fue el encargado de premiar a Pairetti, antes de que Eduardo Ricotti, el presidente del Club local, haga lo propio con el ganador Al Unser, que lo recibió acompañado por su madre Mary.
Hubo tiempo, además, para realizar el anuncio más esperado: la disputa de la segunda edición de las 300 Indy. La realidad indicaría lo contrario. Diferentes cuestiones, no pudieron hacer realidad ese deseo. Pero el esfuerzo de los locos soñadores de aquel tiempo valió la pena.
La historia, en este nuevo aniversario de aquella gesta, esta vez, la empiezo a repasar desde el final, porque, en definitiva, es la última imagen que guardo de la «Historia de una epopeya», como la reflejé en el título de mi libro.

Antes, claro, hubo que transitar por un camino no exento de obstáculos y de dificultades, que los dirigentes fueron superando, con muchísimo sacrificio y con una decisión realmente conmovedora.
Si hasta tuvieron que gestionar un cambio en el traslado de los autos cuando se bajó la estadounidense Braniff y salió al rescate Aerolíneas Argentinas, en un trámite contrarreloj en el tramo final de la cuenta regresiva.
El arribo de las máquinas y de la delegación, en distintos vuelos que aterrizaron en Paraná, a esa altura de los acontecimientos, eran una simple anécdota, que permitirían escribir un nuevo capítulo.
La ciudad y la región, una semana antes de la fecha pactada, acompañó a la caravana mientras se acercaba al destino soñado. La mesa estaba servida y el privilegio de disfrutar de un evento fantástico se acercaba con el mismo vértigo que le imprimirían los pilotos a sus monopostos en un circuito demandante como pocos.
La carrera tuvo un protagonista excluyente, porque el campeón Al Unser se encargó de imponer condiciones de principio a fin. Solo le faltó conseguir el mejor tiempo en la clasificación, que hoy, a 52 años, le permite a Lloyd Ruby seguir ostentando el récord para un óvalo que en ese momento fue más veloz que el mismísimo Indianápolis Motor Speedway.
Aquel domingo 28 de febrero de 1971, los motores de la entonces Fórmula Championship atronaron por última vez en esta Pampa Gringa, quebrando la tranquilidad de un pueblo entrañable para quienes lo seguimos habitando, y hoy, ya transformado en una gran ciudad, lo recordamos con nostalgia.
Finalmente, quiero expresar mi respeto y profundo agradecimiento a quienes hicieron posible la visita de la categoría más veloz del planeta.
A los hombres y mujeres que trabajaron, codo a codo, para que el sueño de unos pocos se pueda convertir en el hecho más importante de nuestra rica historia de deporte motor. Esa de la que cada rafaelino se siente orgulloso y que hoy quise evocar desde una óptica diferente.

Fuente: https://diariolaopinion.com.ar/

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