Decidí publicar un aviso en todos los diarios, anunciando que Cuestionario dejaba de aparecer. Como si se suicidara para no entregarse a sus captores. A las pocas horas, salí del país
El asesinato de Cuestionario comenzó a planearse mucho antes del 24 de marzo de 1976.
En el fuego cruzado, la revista predicaba la paz. Quienes empuñaban armas, no admitían esa actitud «indiferente». Exigían adhesión.
Guerrilleros y militares rechazaron, en 1975, nuestra definición: «El Estado tiene que defender su integridad mediante el uso de la fuerza legítima, sometida a reglas y principios que deben diferenciarlo claramente de toda forma espuria de violencia». Los más irritables eran aquellos que, desde el poder, luchaban «en forma espuria» contra la guerrilla.
Durante el gobierno de Isabel Perón, Cuestionario fue prohibida en la jurisdicción del III Cuerpo de Ejército (Córdoba, Mendoza, San Juan, San Luis, Catamarca, La Rioja, Salta y Jujuy).
En Tucumán, las Fuerzas Armadas publicaron fotos de «material subversivo» incautado al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). En primer plano, aparecían ejemplares de Cuestionario.
La Policía Federal -mediante instrucción impartida a todas sus dependencias- estableció que la posesión de la revista convertía, a cualquiera, en sospechoso de subversión. Cuando se produjo el golpe militar, por lo tanto, ya estábamos en el Index; pero el régimen se abstuvo de tomar, a cara descubierta, medidas contra el periodismo. Interesado en el reconocimiento internacional (sobre todo, el de Estados Unidos), Jorge Rafael Videla declaró: «La libertad de prensa asume especial importancia por la momentánea carencia de Parlamento y suspensión de los partidos políticos y actividad sindical».
En la práctica, los medios quedaron bajo control de la Casa Rosada. Cuestionario denunció que los diarios habían entrado «en cadena». Durante los primeros días, en efecto, sólo publicaron comunicados oficiales; después, noticias y artículos ajustados a un reglamento que emitió la Secretaría de Prensa y Difusión: «Principios y procedimientos a que deberán ceñirse los medios de comunicación masiva».
Ese reglamento era para obedecer; no para difundir. Cuestionario -según el diario parisino Le Monde- tuvo «la audacia de publicar» aquellas normas. Más «audaz» fue rechazar la fiscalización de su cumplimiento.
Los «principios y procedimientos» prohibían: «incursionar en terrenos» inconvenientes para «audiencias no preparadas»; dar espacio a la «propaganda subliminal» y divulgar opiniones de «personas no calificadas». La Secretaría instituyó el «servicio gratuito de lectura previa», para «facilitar» a los editores la identificación de los materiales «inconvenientes». La «lectura previa -me advirtió por teléfono un capitán- me ahorraría las consecuencias de la lectura posterior». Decidí no hacer el ahorro. Sin censura previa, Cuestionario pudo criticar la suspensión de las paritarias, la intervención de los sindicatos, la ley de prescindibilidad y la rebaja de sueldos. Más aún, pudo registrar sospechosas «apariciones de cadáveres» y actos en los cuales morían «delincuentes subversivos», de identidad desconocida, «sin que se registraran bajas en las fuerzas de seguridad». Estas informaciones -omitidas por muchos medios o mencionadas al pasar en páginas policiales- constituían un aterrador documento cuando, al cabo de un mes, la revista las agrupaba en su sección «Cronología».
A veces, el registro iba más allá. El padre Leonardo Castellani, que se reunió con Videla, le contó a un periodista: «Pedí por un escritor mío que desapareció hace dos semanas». Cuestionario reprodujo esa frase, y agregó: «Se refería, seguramente, a Haroldo Conti». Identificar a un desaparecido era delito.
Los obispos también comenzaron a preocuparse por la «forma espuria de violencia» y, en mayo, dieron a conocer una carta episcopal.
El mensaje fue inequívoco: «Se podría errar si», en el afán de obtener seguridad, «se produjeran detenciones indiscriminadas, incomprensiblemente largas, ignorancia sobre el destino de los detenidos, incomunicaciones de rara duración o negación de auxilios religiosos». La prensa alteró el sentido de la carta, valiéndose de un párrafo de compromiso, según el cual no se podía pretender «un goce del bien común y un ejercicio pleno de los derechos, como en épocas de abundancia y de paz». Se hizo creer que los obispos reconocían un (imposible) estado de sitio evangélico. «El Evangelio no fue escrito para tiempos de paz sino para épocas de conmoción; como guía para los confundidos.» Así lo sostuve en la contratapa de la edición correspondiente a junio de 1976.
Fue lo último que pudo leerse en Cuestionario. El texto denunciaba a «escribas y fariseos», que limpiaban «lo de fuera del vaso», dejando dentro «el robo y la injusticia». Hacia el final, rogaba que la Argentina no se convirtiera en un «sepulcro blanqueado». El ruego era, también, subversivo.
La siguiente edición estaba en imprenta cuando me notificaron la «orden de secuestro en playa». Los ejemplares serían incautados por la policía antes de que llegaran a los quioscos. Decidí publicar un aviso en todos los diarios, anunciando que Cuestionario dejaba de aparecer. Como si se suicidara para no entregarse a sus captores. A las pocas horas, salí del país. Ya había llegado a Caracas cuando una publicación internacional -Index on Censorship- reveló una death list elaborada por la dictadura argentina. Me estremeció encontrar allí mi nombre.
El diario The Buenos Aires Herald consultó a un militar sobre el funesto documento. La consulta fue off the record, pero Robert Cox me transmitió luego la respuesta: «Sí, nosotros también recibimos esa lista».
Rodolfo H. Terragno
Fuente: suplemento Enfoques, diario La Nación, 19 de marzo de 2006.