Si Margaret Thatcher se hubiera desentendido de las islas Malvinas en 1982, como intuyó con ineptitud la jerarquía militar de entonces, quizá el régimen castrense que gobernaba la Argentina se habría extendido por mucho tiempo más. La inferencia es demasiado simple, tal vez, pero es la conclusión lógica de los registros políticos de aquella época. La dictadura estaba definitivamente agotada cuando el general Leopoldo Galtieri decidió -empujado con entusiasmo por el jefe de la Armada, Jorge Anaya- ocupar esas islas en el confín del sur americano.
Jorge Rafael Videla se había ido -y se había ido mal- en marzo de 1981. La política económica había empezado a hacer agua por todas partes, el régimen castrense carecía de un plan político para salir airoso de la experiencia fallida y las duras luchas internas entre los militares convertían al Gobierno en más impotente aún. Uno de los problemas que los enfrentaba, con enfoques a veces diametralmente distintos, era precisamente qué hacer con los desaparecidos durante los ilegales combates contra la insurgencia armada.
Algunos sectores militares proponían que se difundiera una lista con los nombres de los desaparecidos y se los diera por muertos. Pero la idea nunca prosperó más allá de secretos cabildeos y de algunas tímidas expresiones públicas. La dictadura se encerró en sí misma.
Antes que Galtieri, Roberto Viola, un general que había compartido con Videla el liderazgo del Ejército desde 1975, estuvo brevemente en la Presidencia de la Nación. A fines de 1981, Galtieri quebró el liderazgo de Viola relevando a todo el alto mando del Ejército y persiguiéndolo al mismo Viola con revisaciones médicas periódicas para que demostrara que estaba en condiciones de cumplir con sus funciones. Galtieri llegó a la conclusión de que Viola estaba demasiado enfermo, aunque el ex general murió más de una década después.
Viola tampoco había acertado en encontrarle un final posible a la dictadura. Su ministro de Economía, Lorenzo Sigaut, había inaugurado su gestión en 1981 -y la de Viola- con una devaluación, mientras el entonces presidente de facto se entusiasmaba imaginando un movimiento político afín al régimen militar. Sea llamaría MON, las siglas del Movimiento de Opinión Nacional. Sólo algunos pequeños partidos provinciales coquetearon con esa idea de Viola, que nunca llegó, en realidad, a cobrar vuelo.
En la sociedad se habían producido tres fenómenos que los militares no alcanzaron a percibir en su real dimensión. El primero de ellos era la evidente fatiga social con respecto a la dictadura. Si se leen bien las reacciones de la sociedad argentina, es posible llegar a la conclusión de que ésta se cansa de los gobiernos después de los primeros cinco o seis años, sean militares o civiles. Además, el régimen uniformado no había promovido ninguna solución para los problemas económicos, sociales y políticos. Esa era, al menos, la apreciación social más extendida.
Paralelamente, y como consecuencia de esa fatiga social, en el arco de los políticos civiles se había creado lo que se llamó la Multipartidaria. La integraban los dirigentes de los principales partidos políticos argentinos, pero sobre todo del peronismo y del radicalismo. La idea fue bendecida, inclusive, por el legendario líder radical Ricardo Balbín, quien ya se encontraba postrado en la cama, en los meses finales de su vida.
La enfermedad de Balbín impidió que se volviera a dar la mano con el ex presidente Arturo Frondizi, también fundador de la Multipartidaria, con quien se había distanciado furiosamente desde el cisma radical de 1956. Las connotaciones de obstinación de la política argentina pueden apreciarse en ese hecho simple, pero emblemático: dos líderes que fueron fundamentales durante casi tres décadas de política argentina, como Balbín y Frondizi, no estaban dispuestos a hablar y ni siquiera a darse la mano.
De todos modos, el postrero Balbín autorizó desde su lecho de muerte la coalición del radicalismo con su viejo adversario, y con los otros partidos políticos, y la Multipartidaria se convirtió en una noticia política relevante. Los partidos, con sus conducciones congeladas desde 1976, habían recuperado la vida en la Argentina.
Dirección política
En el principio de las cosas, la Multipartidaria no aspiraba a reemplazar inmediatamente al gobierno militar por un gobierno civil y democrático. Su proyecto consistía en expresar aquel cansancio social y en acompañar a la dictadura en una salida democrática más o menos rápida. Pedían más una dirección política que un plazo. La Multipartidaria le hizo llegar a Viola algunos mensajes en ese sentido. Pero Viola optó, en cambio, por abrazarse al módico MON y despreciar a los dirigentes de los partidos políticos tradicionales.
Los dirigentes gremiales, liderados entonces por el jefe metalúrgico Lorenzo Miguel, aparecieron impregnados aún por la vieja impronta: estarían donde estaba el peronismo. La experiencia era novedosa para políticos y gremialistas, porque por primera vez desde 1955 debían lidiar con un régimen militar sin la dirección política de Perón, que había muerto en 1974.
Expresando los malestares sociales, sofocados durante seis años, los sindicalistas comenzaron a sacar a los trabajadores a la calle, a pesar de que muchos líderes gremiales habían jugado cerca del gobierno militar y hasta le habían hecho vanas promesas a Viola sobre sus adscripciones al MON. Pesaron más en ellos, en última instancia, los antiguos reflejos de respetar las estrategias del peronismo.
Así las cosas, el dirigente más importante de la Multipartidaria fue el jefe del peronismo, el chaqueño Deolindo Bittel, que retenía el cargo de vicepresidente primero del justicialismo. La presidencia del partido estaba reservada para la viuda de Perón, que ya entonces vivía en Madrid. Bittel lideraba, de algún modo, no sólo a uno de los dos grandes partidos políticos argentinos, sino también a los gremios. Las manifestaciones sindicales se hicieron sentir asiduamente en el espacio público y el régimen militar se iba quedando casi sin oxígeno.
Desembarco planificado
En tales condiciones, Galtieri accedió a la Presidencia de la Nación exhibiendo el pretexto de que Viola estaba enfermo. Galtieri había hecho un acuerdo con la Armada, vieja rival del Ejército, para retener la jefatura del Ejército y la conducción política del país. El favor tenía un precio: Galtieri debía suscribir los proyectos de los marinos para recuperar las islas Malvinas. El desembarco estaba planificado desde hacía mucho tiempo en las oficinas de la Armada.
Galtieri entrevió, a su vez, que una invasión exitosa de las islas podía prorrogar la vida del régimen militar y convertirlo a él mismo en un caudillo civil, además de militar. Nunca estuvo en sus planes la posibilidad de la derrota en las Malvinas, que finalmente sucedió como era previsible para cualquiera que conociera cabalmente el mundo.
Luego del fracaso en la guerra con Gran Bretaña, el régimen se vio ante tres derrotas: la política, la económica y la militar. Faltaba todavía la moral, que no tardó en llegar cuando se abrieron los casos de las violaciones de los derechos humanos durante la represión a los grupos guerrilleros de la década del 70. Este terrible aspecto de los años de la dictadura fue el más largo y no se ha cerrado aún.
Es cierto que entre la ocupación de las islas y la derrota definitiva, un proceso que duró casi tres meses, muchos dirigentes civiles argentinos se confundieron. Creyeron que no podían estar ausentes de la supuesta «victoria nacional» y hasta llegaron a viajar a las islas en aviones militares. No advirtieron, al final de cuentas, que lo que estaba sucediendo con la guerra era una regresión para las aspiraciones argentinas de recuperar las islas, y que nunca significaría un progreso.
Uno sólo entre los dirigentes de los grandes partidos se apartó del triunfalismo de aquellos días y censuró la guerra, aunque lo hacía en la intimidad. Fue Raúl Alfonsín. En las elecciones que sucedieron tras la derrota militar, la sociedad argentina, con esa rara e indescriptible percepción que tienen las naciones, convirtió a Alfonsín en el primer presidente de la nueva era democrática.
Por Joaquín Morales Solá
Rattenback, el informe que quiso ser secreto
El informe de la Comisión de Análisis y Evaluación de las Responsabilidades en el Conflicto del Atlántico Sur, presidida por el teniente general Benjamín Rattenbach, se conoció de manera extraoficial en 1983. Aunque recomendaba penas severas para los máximos responsables (que implicaban, incluso, la pena de muerte para algunos de ellos), su influencia sobre el juicio posterior fue prácticamente nula. La sentencia final absolvió a siete oficiales del Ejército y condenó a los máximos responsables, Lami Dozo, Anaya y Galtieri, a 8, 14 y 12 años de prisión respectivamente. Los dos últimos fueron luego indultados por Carlos Menem. Estas son algunas de las principales conclusiones del informe.
El informe calificó al conjunto de decisiones como “una aventura militar”, responsabilizando en forma categórica a los tres comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas que resolvieron y condujeron las operaciones.
La comisión también responsabilizó en grado directo al Comité Militar, al que acusó de exceso de optimismo, exitismo e incapacidad para la planificación de las operaciones bélicas .
Producto de una serie de entrevistas a civiles y militares, el informe también denunció que numerosos conscriptos habían sido enviados al frente de batalla sin estar capacitados para ello. Además, calificaba como inefi cientes o mal utilizadas la logística, las tácticas y comunicaciones, y las tareas de abastecimiento.
Fuente: suplemento Enfoques, diario La Nación, Buenos Aires, 1 de abril de 2007.