Una vez más se vuelve necesario acicatear sobre el futuro democrático de América Latina. No porque se tema la posibilidad de un cambio de modelo, sino, por el desencantamiento que el accionar democrático está produciendo en los ciudadanos.
El 2006 cerró su agenda electoral en Latinoamérica, mostrando que los votantes prefirieron a quienes en sus discursos hablaban de poner fin a un modelo neoliberal y prometían las virtudes del progresismo. Lo cierto es que observándolos andar, muestran caminar en sentido contrario a lo que han pregonado realizar. Salvo honrosas excepciones, presidente que asume, presidente que requiere el otorgamiento de facultades extraordinarias no propia de los Ejecutivos. El caso extremo es el venezolano Hugo Chávez, quien teniendo un Legislativo absolutamente propio –ya que la oposición cometió el gravísimo error de no presentarse en su oportunidad para la elección de legisladores-; solicitó por dieciocho meses facultades extraordinarias para ni siquiera pasar por la mirada de sus legisladores, que aprobarían sin chistar sus proyectos.
Pero yendo al núcleo de esta realidad, se vuelve imprescindible verter una mirada hacia los orígenes mismos de los países que hoy regionalmente muestran una zona de enorme desigualdad, no sólo en el ingreso de sus habitantes; sino también en la posesión de la riqueza. Está demostrado que los países cuyos orígenes tuvieron una más equitativa distribución de sus ingresos, luego logran un desarrollo más justo. En la región latinoamericana, se partió de una mala distribución de los distintos capitales y hoy existe un presente hipotecado. Hoy ya no sólo se debe hablar de desigualdad en los ingresos, sino también en los distintos capitales. El social, es decir las redes y el apoyo con que cuenta el tejido de un país. El cultural, que habla de la historia de las destrezas y habilidades para desarrollarse en la vida de comunidad. Y el más reciente que es el capital del conocimiento, por el que hoy se miden las riquezas de las naciones. Por lo visto, la distancia con el mundo desarrollado se complica y se hace más extensa. La pregunta es cuándo tomarán nota los presidentes, y decidirán comenzar el camino de lo que recitan pero no hacen: la redistribución equitativa del ingreso. Este tema es el puntapié inicial –y el más sencillo de existir voluntad política-, para verdaderamente empezar a desandar el camino de la pobreza, la indigencia: la injusticia social. Vivimos una época post revolucionaria en la cual los gobiernos de signo progresista contestes del fracaso del sistema neoliberal, tienen la oportunidad histórica dentro del marco institucional, de producir las reformas necesarias para ir en la dirección señalada. No caben dudas que es el Estado el que debe comenzar con una reforma tributaria en serio para lograr una redistribución del ingreso en serio. El problema, hoy por hoy, es que al ser conspicuos inspiradores del debilitamiento de los partidos políticos, no existe una estructura organizada desde la cual la sociedad pueda movilizarse y solicitar con fuerza, esta reforma. El Estado que la encare no puede ser ni autoritario, ni despótico, ni tecnocrático. Debe ser un Estado controlado por los ciudadanos. Si los presidentes latinoamericanos se “ponen al hombro” a sus Legislativos, todo indica que van en camino absolutamente contrario a lo buscado. Los Estados para llevar adelante estas reformas deben ser efectiva, real y no sólo formalmente democráticos. Entonces si no es el Estado, ¿quién redistribuye? Si la gente no se moviliza porque los partidos políticos no tienen capacidad para ello, quienes pudiesen y debiesen levantar la voz de esta solicitud son los tecnócratas y los intelectuales. Ellos saben que ésto hay que hacerlo. Si no lo militan es porque saben que también sus intereses se verán afectados. Los gobiernos de la región que se dicen progresistas, tienen ministros de Economía que se desesperan por anunciar a la gente, -en realidad a los sectores de poder-, que no subirán impuestos (a los ricos). Con actitud propia de los neoliberales, ajustan la caja a través de los impuestos indirectos que son los que gravan a los menos pudientes. Si fuesen gobiernos progresistas gravarían con impuestos directos y fundamentalmente a las utilidades de las empresas. No se tendrían alícuotas tan altas, como por ejemplo la del IVA en Argentina (21%). ¿Por qué no se hace? Según el sociólogo chileno Antonio Garretón “los gobiernos que han ganado en Latinoamérica llamados progresistas, representan una izquierda desprovista de un modelo ideológico. Tienen ciertos principios fundamentales como por ejemplo, tal vez por primera vez, el reivindicar el carácter de democracia a la forma política deseable para esta región. Pero en vez de corregir el modelo económico, echan mano a recetas para poder cambiar los problemas más acuciantes. Pero lo cierto es que no plantean un modelo ideológico de cambio alternativo al neoliberal”.
La ignorancia o la excusa de los gobernantes, es que si aplican en sus países reformas en este sentido, los capitales huirán al vecino. Esta afirmación que tiene su verdad, es de rápida solución si el Mercosur funcionase o más deseable aún, si la Comunidad Sudamericana de Naciones funcionase. Una reforma en serio, debe plantearse desde la integración latinoamericana.
En el corto plazo todo hace suponer que las democracias no están en riesgo en esta región. Lamentablemente no por sus bondades o fortalezas, sino porque no hay un sistema alternativo. El tema hoy no es la inestabilidad democrática, sino la calidad democrática.
Fuente: El Ciudadano, Rosario, 11 de febrero de 2007.